"Nuevas lecciones de historia", de Jorge Ibargüengoitia | MÁS LITERATURA

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La historia que nos han enseñado es francamente aburridísima. Está poblada de figuras monolíticas, que pasan una eternidad diciendo la misma frase: "la paz es el respeto al derecho ajeno", "vamos a matar gachupines", "¿crees tú acaso, que estoy en un lecho de rosas?", etcétera. Los héroes, en el momento de ser aprobados oficialmente como tales, se convierten en hombres modelo, adoptan una trayectoria que los lleva derecho al paredón y adquieren un rasgo físico que hace inconfundible su figura: una calva, una levita, un paliacate, bigotes y sombrero ancho, un brazo de menos; ya está el héroe, listo para subirse en el pedestal.

Todo esto es muy respetuoso, ¿pero quién se acuerda de los héroes? Los que tienen que presentar exámenes. ¿Quién quiere imitarlos? Yo creo que nadie. Ni los futuros gobernadores.

Cuando ve uno pasar un camión que dice: "El Pipila vivió ochenta años", piensa uno para sus adentros: "cuestión que no me importa", y tiene uno toda la razón.

Pero si la historia de México que se enseña es aburrida no es por culpa de los acontecimientos, que son variados y muy interesantes, sino porque a los que la confeccionaron no les interesaba tanto presentar el pasado, como justificar el presente.

El cura Hidalgo de las escuelas, en el momento en que abre la boca para dirigirse a los fieles ya tiene en la mente un panorama exacto de lo que va a resultar del lío en que se está metiendo: un México independiente, mestizo, con expropiación petrolera y reforma agraria.

Si alguien pregunta, ¿era buen sacerdote Hidalgo?, la respuesta está implícita en la leyenda: si algún defecto tenía era el de ser demasiado liberal, lo cual, huelga decir, es bueno. Da el grito, muchos lo siguen, varias ciudades caen en sus manos; recorre, en marcha triunfal, un buen pedazo de la república; un batallón se le interpone, sufre un descalabro y por un error trágico no toma la ciudad de México, que está desguarnecida. Después todo le sale mal: pasa al paredón y de allí, a la columna de la Independencia. ¿A qué se reduce esto a fin de cuentas?: a la historia de un viejito.

A mí, cuando era chico me contaron un cuento, que a pesar de ser mentira, presenta a un Hidalgo más interesante. Es así: pasan por Dolores dos canónigos y se hospedan en la casa del cura Hidalgo. En la tarde juegan a la baraja, creen que el anfitrión es tonto y se preparan para desplumarlo. Le enseñan un juego nuevo, que se llama rataplán. Se trata de hacer pares. Descubren las cartas. Hidalgo tiene par de sietes, los canónigos par de dos y de tres, respectivamente. Hidalgo está recogiendo las fichas, cuando el canónigo número uno le dice:

—Momento, Excelencia. Yo tengo rataplán real, que es par de dos más un caballo —y recoge las fichas.

Al siguiente juego Hidalgo, que tiene rataplán real, cree que ha ganado por segunda vez, pero el canónigo número dos lo desengaña. Le muestra par de tres y un siete y le dice:

—Este es rataplán imperial —y se lleva las fichas.

Crecen las apuestas. Al descubrir el tercer juego, se ve que un canónigo tiene rataplán real y el otro, imperial. Hidalgo tiene pachuca, pero dice:

—Este juego, así, se llama rataplán divino —y se lleva las fichas.

Reconozco que es un cuento muy malo, pero sirve para que los niños de las escuelas se familiaricen con los héroes.

En otros casos los héroes adquieren ambiente de piedra, no por intervención oficial, sino por defectos de las fuentes. Este es el caso de Obregón. En todos los documentos en que se le menciona se le caracteriza como ingeniosísimo —dicen que la gente se desternillaba al oírlo— pero en ningún testimonio de los que he visto he encontrado transcrito alguno de sus jeux de esprit. Se podría hacer un concurso y que los concursantes inventen los chistes de Obregón. Mil pesos al autor de cada chiste que apruebe el jurado.

 

“Nuevas lecciones de Historia” se encuentra en el libro Instrucciones para vivir en México, de Jorge Ibargüengoitia.

 



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