El hombre que amaba a los perros, un argumento a favor de Leonardo Padura

 


Por: Karla Portela Ramírez

Iván vive o mejor dicho sobrevive en Cuba, Ramón y Lev han sido obligados a emigrar de sus países natales, España y Rusia respectivamente; entre ellos hay varias coincidencias que van de lo trivial, como su amor por los perros, hasta lo más profundo como la constante amenaza de la propia vida, por distintos motivos no obstante entrecruzados los tres hombres padecen del miedo como forma de vida. Se trata de tres personajes, Iván Cárdenas Maturell, Ramón Mercader del Río y Lev Davídovich Bronstein, además de un cuarto del que nunca escuchamos directamente su voz aunque en todo momento se percibe su presencia, Iósif Stalin, cuyas vidas convergen en una misma situación, con base en un solo hecho y sus consecuencias: el magnicidio de León Trotsky. El núcleo de la narración consiste en un hecho histórico y tres perspectivas del mismo, un suceso y tres vivencias con sus sueños y voluntades.    

Probablemente la riqueza de El hombre que amaba a los perros consiste en que es una indagación histórica sobre las razones por las que se pervirtió la gran utopía del siglo XX presentada en la convergencia de tres destinos, es el retrato de tres almas y un tiempo, una época compartida. Iván, Ramón y Lev se halla unidos por el envilecimiento de un sueño que no es su historia, pero que en realidad lo es, incluso es nuestra debido a que cada uno de ellos representa un grupo, en su individualidad cada uno encarna un conjunto de personas determinado en su reacción frente a un suceso trascendental. En el personaje de Iván se observa el triste tránsito de la nada a la invisibilidad; se considera a sí mismo como un derrotado, más que como un perdedor porque al inicio, alguna vez tuvo el ímpetu y entusiasmo para hacer algo con su vida y por los demás, han sido el destino, la vida y la historia que confabulados en su contra destruyeron sus ilusiones; este hombre representa la desilusión de un pueblo, el quiebre de la generación de los crédulos, escribe Padura, un destino tribal en que Iván siente que ha sido especialmente escogido “por la hija de puta providencia”.

Algo similar a lo anterior vive Ramón, quien entre los miles de hombres y mujeres adscritos a la ideología comunista de su época él es el elegido para escribir la historia, para terminar con la más grande amenaza en contra de su Iglesia, de su fe en el comunismo como refugio, como actividad política en que se depositan todas las esperanzas de encontrar en un más allá lo que se nos ha negado más acá. Se trata de una fe que exige ortodoxia rígida, así, en asunción de su deber y sin objeción el primer paso de Ramón es la renuncia a su nombre, porque al fin al cabo, ¿qué es un nombre, qué es un hombre sino uno más en la lucha por un sueño universal? El soldado 13 está sujeto a control, aunque su obediencia implica convicción, por lo tanto reconoce que no puede evadir su responsabilidad, tampoco intenta descargar sus culpas en engaños y manipulaciones; resignado, Ramón admite frente a todos sus disfraces que si bien otros le abrieron las puertas, él había atravesado gustoso, convencido y aún orgulloso.

Paralelamente, Trotsky, en la etapa de su vida abordada en este libro, se muestra como un hombre que asediado por la posibilidad de morir en el exilio lo mismo despierta admiración que rechazo en cada lugar al que arriba. Si bien, la psicología de este personaje da pie a un análisis exhaustivo, sobresalen en esta narración dos hechos ocurridos durante su estadía en México; el primero de ellos, su encuentro con André Breton en la Casa Azul, hogar en Coyoacán de Diego Rivera y Frida Kahlo, que tuvo fruto en el Manifiesto por un Arte Revolucionario Independiente, documento con que llamarían a la creación de una Federación Internacional de Artistas Revolucionarios y cuya tesis principal, paradójicamente por persuasión del político comunista, es “todo está permitido en el arte”. El segundo hecho destacable refiere a la integración de una comisión investigadora, convocada por el propio Trotsky y presidida por John Dewey, veterano del liberalismo estadounidense, filósofo y eminente pedagogo, que indagara sobre las acusaciones lanzadas por la burocracia estalinista en contra del revolucionario ruso y que incluso lo señalaban como el principal enemigo de la URSS y del proletariado internacional.

Iván representa la desilusión, la mano derrotada que suelta la pluma y deja de escribir para entregarse a la muerte en vida, su contraparte es Lev, quien se empecina, toma la pluma cada vez con más fuerza y escribe sin cesar  porque encuentra en su palabra escrita una última arma para enfrentar al enemigo y descubrirlo en su verdadera faz, hasta el último día y con un temple extraordinario Trotsky se mantendrá en lucha por lo que él considera la emancipación del ser humano, justicia e igualdad. Ramón, igual que Trotsky está dispuesto a cualquier cosa para defender lo que según él es correcto, su fe es ciega e irracional a tal grado que entrega la pluma a otros para que estos escriban por él, deja que alguien más conduzca su vida y se limita a obedecer, en su fanatismo por “la gran causa” se ha perdido a sí mismo, lo han convertido en marioneta, quizá en esto coincide con Iván, su cuerpo vive, sobrevive mientras su espíritu se ha disipado. Por encima de sus singularidades y circunstancias los tres hombres coinciden en su calidad de víctimas, los tres han sido arrasados por el destino, a pesar de su fuerte o débil resistencia, aunque existe una aguda diferencia entre ellos, Ramón y Lev son a la vez víctimas y victimarios, además sus nombres transcenderán, aún con tintes falsos, tergiversaciones y algo de misterio sus historias perdurarán, sus acciones serán reconocidas, en cambio Iván es una víctima total que representa a la masa, a la multitud condenada al anonimato, su vida forma parte de un destino colectivo dirigido por fuerzas superiores que desbordan y manipulan a los individuos hasta destruirlos, en paráfrasis del escritor cubano.

En suma, la obra de Leonardo Padura nos trae dos recordatorios: Dios, la utopía siempre está por encima de los hombres; y, sobre todo existen tragedias personales, no sólo cambios de etapas sociales y suprahumanas. Asimismo y subrepticiamente el autor pone a discusión (auto)crítica y reflexiva si el gobierno ruso poszarista, particularmente el régimen de Stalin en sus “excesos” y no crímenes constituyen fallas contingentes en la praxis política basada en el marxismo o si por lo contrario, demuestran errores sustanciales en la teoría política de Marx. Independientemente de cuál sea la postura del lector en torno a dicha discusión, lo cierto es que la forma en que están plasmadas las vivencias, los pensamientos y sentimientos de los personajes, la manera en que convergen sus historias en un solo suceso hacen de la lectura de este libro un recorrido suave y placentero, simultáneamente intenso y agudo que profundiza asertivamente en el envenenamiento de un sueño, la descomposición de un ideal entrañada en un hecho histórico trascendental ante el cual surgen al menos tres posibles reacciones entre los individuos: derrota, persistencia y enajenación. Sin duda El hombre que amaba a los perros constituye un argumento a favor de Leonardo Padura para ser premiado con el Nobel de Literatura 2020.

El hombre que amaba a los perros

Leonardo Padura

Tusquets

Fecha de publicación, 2009

10ª reimpresión, 2016

 



 

 

 


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