Fernando Pessoa: un poeta de la ruptura | MÁS LITERATURA

Fernando Pessoa Portada

 

En el ensayo Una tradición de la ruptura, Alejandra Pizarnik nos hace recordar que el caso de Fernando Pessoa ha sido muy extraño en la Historia de la Literatura, esto se debe a la creación de sus heterónimos, que no sólo eran personajes dentro de la ficción, sino también tenían historia, vida, muerte y, además, escribían libros sobre temáticas muy específicas.

Con esto, Alejandra Pizarnik muestra cómo la escritura del portugués rompió con todas las tendencias literarias que existían a finales del siglo XIX e inicios del XX. En consecuencia, Fernando Pessoa fue disruptivo, particularmente, con su heterónimo Alberto Caeiro, porque en Europa las vanguardias literarias estaban cobrando una gran relevancia en el mundo del arte y en la sociedad en general.

Así, con la aparición de Alberto Caeiro, mejor conocido como el Maestro, Pessoa interroga al mundo de manera distinta en comparación a los vanguardistas. Por ejemplo, los dadaístas y los surrealistas buscaban reflejar la esencia de los pensamientos a través del lenguaje. No obstante, otorgar un nombre a los pensamientos es sólo interpretar y no mostrar la esencia de sí. Por tal motivo, las vanguardias caían en una contradicción en la elaboración de su arte.

Recordemos el caso de los futuristas, quienes utilizaban las onomatopeyas para crear un ambiente industrial en sus pinturas y en su literatura. Lamentablemente, deseaban mostrar la esencia de tal situación, pero no era de tal modo, debido a que era un lenguaje totalmente distinto, es decir, un reflejo, lo otro, lo extraño que es (re)nombrado.

Fernando Pessoa, por otra parte, no realizó lo anterior, porque Alberto Caeiro no buscaba mostrar una novedad a través del lenguaje, sino simplemente resignarse a la realidad que hemos construido, sabiendo que todo son máscaras y que no existe una salida a este problema lingüístico. De esta manera, Pizarnik declara que “Caeiro es el hombre reconciliado con la naturaleza. Carece de ideas, puesto que las niega. Su función es existir; su creencia: solo es lo que existe”.

Un aspecto importante de abrazar la naturaleza sin nomenclaturas, radica en que Alberto percibe la esencia de las cosas a través de las sensaciones. Para él, el mundo es aquello que percibimos y admiramos, pero que no es nombrado aún: “Sólo es lo que existe”. Existir es lo único que importa, contemplar el momento que no tiene un adjetivo ni un sujeto, porque en el momento en que se piensa lo que es, se designa un nombre a aquello que contemplamos y deja de ser lo que se admiraba:

Creo en el mundo como en una margarita,
porque lo estoy viendo. Pero no pienso en él
pues pensar es no comprender…

Fernando Pessoa


Ante este tipo de razonamientos, René Descartes estaba en contra, porque los sentidos podían engañarnos y entregarnos una visión distinta de la realidad. Por ello, para Descartes, era muy importante razonar cada pensamiento para saber que lo que existe es verdadero y no sólo una ilusión de lo que creemos que es.

Y aunque se haya razonado mucho en la filosofía del lenguaje, el heterónimo de Pessoa declara que no le es importante el razonamiento lógico o las doctrinas filosóficas, sino simplemente los sentidos:

No tengo filosofía: lo que tengo son sentidos…
Si hablo de la Naturaleza no es porque sepa qué es,
sino porque la amo, y la amo por eso,
porque el que ama nunca sabe lo que ama
ni por qué lo ama, ni qué es amar…
Amar es la eterna inocencia,
y la única inocencia consiste en no pensar…

Fernando Pessoa


Después de observar cómo Alberto Caeiro es un sabio que se resigna ante la complejidad del mundo y el lenguaje, Pessoa nos muestra la gran influencia que, con el tiempo, causaría en Albert Camus, pues desarrollaría su teoría del absurdo basándose, de manera indirecta, en algunos principios de Caeiro: la resignación del todo para la contemplación del mundo.

Por tal motivo, el personaje Meursault en El extranjero sólo contempla lo que sucede en el mundo, porque sabe que al final “La Naturaleza es partes sin un todo”.

Creo que dormí porque me desperté con las estrellas sobre el rostro. Los ruidos del campo subían hasta mí. Olores a noche, a tierra y a sal me refrescaban las sienes. La maravillosa paz de este verano adormecido penetraba en mí como una marea. En ese momento y en el límite de la noche, aullaron las sirenas. Anunciaban partidas hacia un mundo que ahora me era para siempre indiferente. Por primera vez desde hacía mucho tiempo pensé en mamá. Me pareció que comprendía por qué, al final de su vida, había tenido un «novio», por qué había jugado a comenzar otra vez. Allá, allá también, en torno de ese asilo en el que las vidas se extinguían, la noche era como una tregua melancólica. Tan cerca de la muerte, mamá debía sentirse allí liberada y pronta para revivir todo. Nadie, nadie tenía derecho de llorar por ella. Y yo también me sentía pronto a revivir todo. Como si esta tremenda cólera me hubiese purgado del mal, vaciado de esperanza, delante de esta noche cargada de presagios y de estrellas, me abría por primera vez a la tierna indiferencia del mundo. Al encontrarlo tan semejante a mí, tan fraternal, en fin, comprendía que había sido feliz y que lo era todavía. Para que todo sea consumado, para que me sienta menos solo, me quedaba esperar que el día de mi ejecución haya muchos espectadores y que me reciban con gritos de odio.

Albert Camus, El extranjero.
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