Marguerite Yourcenar sobre Virginia Woolf | MÁS LITERATURA


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He traducido al francés Las olas, la penúltima novela de Virginia Woolf, y no me arrepiento de ello, pues diez meses de trabajo me han valido la recompensa de una visita a Bloomsbury y dos breves horas junto a una mujer a la vez brillante y tímida, que me recibió en una habitación invadida por el crepúsculo. Siempre se equivoca uno respecto a los escritores de su tiempo: se los supervalora o se los denigra. No creo, sin embargo, estar cometiendo un error si coloco a Virginia Woolf entre los cuatro o cinco virtuosos de la lengua inglesa y entre los escasos novelistas contemporáneos cuya obra tiene alguna probabilidad de perdurar más allá de diez años. Y espero incluso, pese a tantas señales de lo contrario, que hacia el año 2500 existan todavía algunos espíritus lo bastante sagaces para apreciar las sutilezas de este arte.

¿Por qué pensaré yo hoy, sobre todo, en un librito poco conocido que publicó Virginia Woolf en 1930? Se titula Street-Haunting (título que podría traducirse, sin demasiada inexactitud, por El merodeador de las calles de Londres). Nos hace asistir a la voluble oleada —aunque nada confusa— de imágenes, sensaciones y recuerdos que invaden la mente de un paseante, quien se da por pretexto la compra de un lapicero únicamente para dar un paseo entre dos luces por las calles de una gran ciudad mágicamente maquillada por las luces y la llegada de la noche. ¿Diremos que este mínimo pretexto es singularmente woolfiano y que a menudo los argumentos de Virginia no son más que sus lapiceros? Recordemos que su arte es de esencia mística, aunque ella vacile o se niegue a darle un nombre a ese misticismo. La mirada es más importante para ella que el objeto contemplado, y en ese vaivén de dentro hacia afuera que constituyen todos sus libros, las cosas acaban por adquirir el aspecto curiosamente irritante de reclamos tendidos a la vida interior, de lazos por donde la meditación introduce su cuello frágil con peligro de estrangularse, de señuelos del alma. Podemos hacernos del universo una imagen muy distinta de ese impresionismo patético, pero no es menos verdad que la autora de Las olas ha sabido preservar, bajo la oleada multiforme, angustiosa y ligera de las sensaciones que pasan, esa nítida limpidez que es el equivalente formal de la serenidad. De ese mismo modo acogen los ríos una imagen superficial de las cosas, perpetuamente huidiza, que no enturbia para nada la transparencia de sus profundidades, ni la música de su lento fluir hacia el mar.

«El ojo no es un minero, dice Virginia Woolf, ni tampoco un buceador ni un buscador de tesoros escondidos. El ojo flota blandamente a merced del río». Podría clasificarse a los poetas teniendo en cuenta únicamente las cualidades de su mirada, y entonces nos percataríamos de que la definición de Virginia Woolf se aplica sobre todo a sí misma. El ojo incansable de Balzac es un buscador de tesoros escondidos. Y podría mencionarse también el gran ojo-espejo de Goethe, evocar sin irreverencia el faro intermitente que fue el ojo de Hugo, y comparar los hermosos ojos de Rilke, de Novalis o de Keats, con la mirada mágica y temblorosa de los astros. En Virginia Woolf asistimos a un fenómeno muy diferente y quizás menos corriente: el mismo ojo, tan natural como una corola, que se dilata y retracta alternativamente como un corazón. Y cuando pienso en el martirio que es el trabajo de la creación para todo gran artista, y en la admirable cantidad de imágenes nuevas que la literatura inglesa debe a Virginia Woolf, no puedo por menos de recordar a Santa Lucía de Siracusa, que donó a los ciegos de su isla natal sus dos admirables ojos.

Fragmento del ensayo "Una mujer deslumbrante y tímida", que se encuentra en el libro Peregrina y extranjera, escrito por Marguerite Yourcenar. 

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