Crítica del comunismo
Tzvetan Todorov
Este reproche a la ideología
soviética, culpable de haber reducido el arte al papel de lacayo o de criada
muy aseada, no es el único que formula Malévich. A mediados de los años veinte
inicia un análisis crítico del régimen «como tal». El detonante parece haberse
producido cuando muere Lenin. Tras haberse sentido él mismo impactado, tiene
ocasión de observar cómo en todo el país se convierte al difunto líder en un
ídolo. En los meses siguientes a esta muerte, Malévich escribe una exposición
sistemática de sus puntos de vista que titula Extractos del libro sobre el sin
objeto, y que termina en el verano de 1924. Así, en un primer momento, el
propio Malévich parece compartir el arrebato popular y pensar que Lenin era un
ser de naturaleza superior que no puede estar del todo muerto, y que los
símbolos materiales deben indicar esta unidad entre la persona y la eternidad.
Lo hemos visto profundamente convencido de que el cuadrado negro podía ser la
imagen de Dios (o de la perfección); en este caso, el objeto que se prestaría
mejor a la inmortalización del líder sería el cubo, no una figura geométrica
cualquiera, sino este elemento primordial identificado por el suprematismo. Es
el «nuevo objeto con el que intentamos representar la eternidad, crear un nuevo
conjunto de circunstancias que permitan mantener la vida eterna de Lenin y
vencer la muerte». El cubo aparecería tanto en la forma del mausoleo que
acogería los restos del líder como en los pequeños altares instalados en casa
de todo leninista.
Impresionado quizá por el
tratamiento casi religioso del líder del país después de su muerte, Malévich
constata la identidad estructural entre la religión «celeste» (el cristianismo)
y la religión terrestre (el comunismo). En los dos casos se ha deificado a un
hombre después de morir, lo que supone una traición al jefe-profeta por parte
de sus discípulos y partidarios, mucho más chocante en el caso del comunismo,
porque Lenin pretendía ser enemigo de la religión, y el comunismo se convierte
en una. El motivo de este cambio radical está claro: como sabían ya los que
gobernaban al pueblo en la época cristiana, «es más fácil gobernar recurriendo
a Dios y al diablo».
La segunda gran similitud entre
la religión antigua y el comunismo reside en su carácter totalizador y
exclusivo. La exposición de Malévich comienza con un texto subrayado que
empieza así: «Está claro que el Estado no puede seguir otro camino que el de la
ley de Dios. Según el pueblo, Dios es quien reprime todo otro pensamiento: “No
tendrás otro Dios que yo”, es decir, sólo debes pensar en mí. Todo aquel que
piense de otra manera es mi enemigo, y lo someteré, porque yo, Dios, soy la
verdadera luz». El autor especifica: «El Estado es el aparato de opresión de
los que piensan de otra manera, y dice: “No tendrás otro gobierno que yo. Todo
aquel que piense en otro gobierno es mi enemigo, y lo someteré, porque mi luz
es la verdadera”». El Estado ha ocupado el lugar de Dios y, como su predecesor,
no acepta a los que piensan de otra manera. A lo que se añade otro rasgo,
también tomado de los libros sagrados: el que no está conmigo está contra mí.
Todo desacuerdo se percibe en términos de oposición total, y como el Estado
encarna ahora la luz, el enemigo es necesariamente una encarnación de las
tinieblas y del mal. «La burguesía se ha convertido en el diablo contemporáneo,
que atormenta a los ortodoxos que creen en el Estado, pero el que está con el
Estado se salvará, el que no está con él está con el diablo, con la burguesía,
e irá al infierno eterno».
Podemos identificar también
similitudes en los rituales y en los símbolos utilizados en ambas partes,
aunque no sean totalmente iguales. Las chimeneas de las fábricas sustituyen
como símbolo a los campanarios de las iglesias, y en lugar de la cruz se coloca
la hoz y el martillo. De forma más significativa, la luz metafórica de la
Revelación queda sustituida por la iluminación real de las calles y las casas
(la famosa frase de Lenin «El comunismo son los sóviets más la electricidad»
encuentra aquí un nuevo sentido). El Estado se dirige así a todo el mundo: «Te
daré luz eléctrica, y con esta nueva luz verás que no hay otro dios que yo en
la tierra, que la única luz es la verdadera luz materialista». A veces las
diferencias entre antigua y nueva religión se acotan más. Una nota de la época
indica sobre todo una variación de intensidad: «El comunismo es el odio en
estado puro, es el destructor del reposo porque aspira a someter todo
pensamiento y a aniquilarlo. Ninguna época ha conocido la esclavitud que ha traído
el comunismo, porque la vida de todo el mundo depende de su líder».
Aborda también este tema otro
texto de 1930 titulado Esbozo autobiográfico, aunque no menciona la biografía
del pintor. Termina con una larga prosopopeya de Cristo, que cita las ideas de
un autor llamado K. Malévich (!). En primer lugar, aunque en lo esencial las
dos doctrinas se parecen, los métodos utilizados por cada una de ellas para
lograr sus objetivos no son los mismos. «Jesús» añade: «Las medidas con las que
imponéis vuestras ideas en la vida son muy diferentes de las mías, yo estoy en
contra de las medidas represivas y en contra de la ejecución de los
adversarios». Asimismo, «Jesús» propone que príncipes y mendigos compartan las
riquezas, mientras que los comunistas reducen a la mendicidad a toda la
población. Enseña que la tierra prometida no se encuentra en ninguna parte,
porque está dentro de nosotros. Por su parte, los comunistas prometen:
construiremos el reino socialista y podréis vivir en él. «Malévich» (el
personaje de este Esbozo) constata: «Desde que empezamos a construir una torre
de Babel, no hemos obtenido ningún resultado útil de este esfuerzo, sólo hemos
visto que habíamos matado a mucha gente y utilizado muchos materiales sin
ningún provecho».
En este cuestionamiento del
proyecto comunista de construir una sociedad nueva, Malévich identifica varios
de sus rasgos fundamentales: la construcción de una nueva religión política, su
carácter monista, intolerante y maniqueo, el fracaso económico programado y
también la afinidad de esta utopía social con el progreso tecnológico. Cuando
sabemos en qué fecha escribió este texto, no podemos evitar que nos impresione
la lucidez de su autor. Podríamos decir que, en el plano político, sus
posiciones se han alejado de las de Mayakovski y se han acercado a las de
Zamiatin. Cabe preguntarse si no ha leído el manuscrito de Nosotros, el único
texto de origen soviético que abre este tipo de perspectivas.
Sin embargo, encontramos en
Zamiatin otro acercamiento clarificador, aquí ausente, entre utopía social y
vanguardias artísticas. Tanto la una como las otras han identificado lo que
creen ser las formas elementales del mundo y se proponen reconstruir a partir
de ellas un mundo superior. En la ciudad ideal de la novela se extasían ante
«la belleza del cuadrado, del cubo, de la línea recta», y veneran el cubo, cuyo
nombre se atribuye a una plaza céntrica de la ciudad. En la concepción estética
de Zamiatin, tal como aparece en un texto titulado Sobre el sintetismo (1922),
se concibe el momento vanguardista como un episodio cuya utilidad se ha
agotado: «El cubismo, el suprematismo y el arte abstracto eran necesarios para
ver adónde no hay que ir»; su autor sueña con un «neorrealismo» que supere la
oposición entre realismo (tesis) y simbolismo o modernismo (antítesis). Pero
Malévich no puede observar la similitud entre su propio proyecto suprematista y
la utopía comunista que critica.
Al parecer, el Esbozo
autobiográfico nunca salió de los cajones de Malévich. Pero su texto de 1924,
Extracto del libro…, le pareció lo bastante aceptable como para hacer varias
copias y enviarlas a personalidades comunistas de primera línea, como la viuda
de Lenin, Krúpskaya, el jefe de la Checa, Dzerzhinski, el comisario de
Educación, Lunacharski, y el «discípulo favorito» del partido, Bujarin. Es
evidente que Malévich cree que estos comunistas auténticos compartirán su
preocupación por no ver el comunismo equiparándose con una religión, lo que
sugiere que en esta época aún se hacía ilusiones respecto del régimen. No
parece que recibiera ninguna respuesta a su envío, pero, en su artículo
publicado unos años después, Lunacharski, tras haber expresado su respeto por
la trayectoria artística de Malévich, añade: «Los problemas empiezan cuando
Malévich deja de pintar y se dedica a escribir folletos […] Intenté leer los
trabajos teóricos grandilocuentes y oscuros del jefe de filas de los
suprematistas. De manera confusa, parece que intenta relacionar sus objetivos y
su camino con la revolución y Dios». Si se trata del mismo «folleto»,
Lunacharski no debió de leerlo con demasiada atención.
En 1933, con ocasión de una
exposición colectiva que abarca los quince últimos años, en la que Malévich
expone cinco cuadros, Bujarin —que en esa época ya ha caído en desgracia pero
sigue siendo influyente— publica un artículo sobre la pintura soviética.
Después de leerlo, Malévich manda a un amigo un comentario mordaz. Bujarin no
menciona el texto que había recibido y condena el arte abstracto, que, según
él, conduce a la muerte de la pintura, destino funesto provocado por la
ausencia de contenido y por la forma arbitraria. Bujarin interpreta esta
evolución como un «callejón sin salida del arte burgués». Esta calificación
política es lo que más indigna a Malévich. Le da la impresión de que el reparto
es exactamente el contrario. El arte burgués es el arte figurativo, «con
objeto». Los burgueses no reaccionan a la imagen, sino a su mensaje, y para
ellos, como para Bujarin, «el valor procede del contenido ideológico y moral
formulado por medios pictóricos». Este arte burgués ha sido cuestionado por los
impresionistas, por los cubistas, que han descompuesto el hombre en formas
geométricas, por Cézanne, Picasso y Braque. Él mismo se inscribe en esta línea.
«Sí, soy el héroe revolucionario que ha llevado el arte burgués al callejón sin
salida, mucho más que los bolcheviques socialistas […] Por supuesto que tengo
un gran mérito, ya que he aniquilado totalmente el rostro del hombre y todas
sus propiedades. Ya no hay gente, hay una vida sin objeto», no figurativa.
En un sentido, Malévich tiene
razón: el arte abstracto, no figurativo, no es un invento de la burguesía. Sin
duda el arte figurativo acompaña el aumento de poder de la burguesía desde
principios del siglo XV hasta finales del siglo XIX. Los dirigentes bolcheviques
desean en realidad perpetuar el arte «burgués» —es decir, figurativo—
sustituyendo simplemente la ideología al servicio de la cual se realiza. Las
imágenes deben ensalzar valores —sus valores— y preservar los antiguos medios
de expresión. Si hay una revolución en arte comparable a la que han llevado a
cabo los bolcheviques en la sociedad, es la de los artistas de vanguardia como
Malévich. Unos y otros derriban el orden antiguo y proponen otro en su lugar.
Sin embargo, en lo que Bujarin
tiene razón es en pensar haber deshumanizado el arte haciendo desaparecer todo
lo real (llamado aquí «objeto») no es motivo de orgullo. ¿En qué es un bien
aniquilar el rostro del hombre y borrar la existencia de la gente? Pero Bujarin
no se da cuenta de que podría hacérsele el mismo reproche a la revolución
bolchevique, y él es uno de sus impulsores. También ella aniquila al hombre.
Como observó irónicamente el historiador Boris Groys: «Después de la Revolución
de Octubre de 1917 y de los dos primeros años de guerra civil, a los
vanguardistas rusos y a casi toda la población de lo que antes constituía el
imperio ruso les dio la impresión de que habían llegado a ese punto cero, y no
se equivocaban». En su arte, Malévich ha sido un auténtico revolucionario, pero
¿la revolución es necesariamente un bien? Por lo demás, su opinión al respecto
ya ha evolucionado, lo que quizá explica esta otra frase que aparece en la
misma carta: según él, ahora está «reconstruyendo al hombre».
Luego sigue quejándose. Malévich
pasa por todo tipo de carencias, ya no encuentra comida y va de un lado a otro
con «la barriga hambrienta». Como explicaba varios años antes, por más que sepa
que las necesidades puramente materiales y utilitarias corresponden al animal
que el hombre lleva dentro y al mundo de los objetos, muy diferente del mundo
del arte, no deja de ser cierto que él mismo es ese animal que necesita comer:
toda la vida transcurre en el mundo con objetos. Malévich intenta escribir,
pero «un hambre atroz impide la tranquilidad [para trabajar], el animal
necesita comida, pero la comida falta». El mundo con objetos tiene una manera
brutal de llamarle la atención. ¿No debería esta experiencia poner en duda la
decisión de separar los dos mundos de forma estanca y de refugiarse en el sin
objeto?