Arthur Rimbaud: “Sol y Carne” | MÁS LITERATURA

Arthur Rimbaud poesía


SOL Y CARNE

I

El sol, ese reducto de vida y de ternura,
vierte su amor ardiente sobre la tierra en éxtasis,
y cuando nos tumbamos en el valle, notamos
que la tierra es doncella y rebosa de sangre;
que su inmenso regazo, alzado por un alma
es de amor como Dios y de carne, cual hembra,
y que entraña, preñado de rayos y de savia,
el pulular inmenso de todos los embriones.

Todo crece y asciende.
¡Oh Venus, oh mi diosa!
Yo tengo la nostalgia de la antigua niñez,
de sátiros lascivos y de salvajes faunos.
Dioses que, por amor, mordían los ramajes,
besando a la dorada Ninfa de los nenúfares.
Añoro aquellos tiempos en que la savia cósmica,
las linfas de los ríos, el jugo de los árboles,
en las venas de Pan componían un mundo
palpitante, debajo de la hendida pezuña,
y, acercando muy suave la siringa, sus labios
modulaban el himno del amor bajo el cielo.
Cuando, de pie en el llano, oía en torno suyo
la respuesta a su grito que da Naturaleza.
Cuando el árbol callado, que acuna el son del ave
y la tierra que arrulla al hombre y al océano
y todas las criaturas, en Dios, querían, querían…

Añoro aquellos días de Cibeles, la grande,
que, enormemente bella, se decía que cruzaba
en su carro de bronce las ciudades espléndidas.
Vertía su doble seno en las inmensidades,
el puro deslizarse de la vida infinita,
y el Hombre se cogía de su pecho bendito
como un niño muy chico jugando en su regazo.
—Y el Hombre, por ser fuerte, era casto y afable.

¡Oh miseria! Ahora dice: «yo conozco las cosas»,
y va, ciegos los ojos y sordos los oídos.
¡No hay dioses, ya no hay dioses, el Hombre es Rey
y Dios! Sin embargo, el Amor es la única fe.
Gran madre de los hombres y los dioses, ¡Cibeles!
Si no hubiera olvidado a la Astarté inmortal
que antaño, al emerger de la gran claridad
de la mar, flor de carne que la ola perfuma,
mostró su ombligo rosa, donde nevó la espuma
e hizo cantar, Señora de ojos negros triunfales,
al ruiseñor del bosque y al amor en los pechos.

II

¡Creo en ti, creo en ti, divina Madre,
Afrodita marina! ¡Qué camino tan áspero
desde que el otro Dios nos ligara a su cruz!
Carne, Flor, Mármol, Venus, es en ti en quien yo creo,
el hombre es feo y triste bajo los cielos vastos,
con sus vestidos ya, pues que no es casto,
porque ensució su busto orgulloso de dios
y se fue reduciendo, como ídolo en las llamas,
al dar su cuerpo olímpico a bajas servidumbres.
Incluso tras la muerte, en pálido esqueleto,
desea vivir, burlando su belleza primera.
—Y el Ídolo, a quien diste virginidad tamaña,
en que divinizaste nuestra arcilla, la Hembra,
a fin de que los hombres sus almas alumbraran,
subiendo lentamente al más intenso amor,
de la terrestre cárcel al día, en su belleza,
esa Hembra, ya no sabe ser ramera siquiera.
¡Brava farsa y engaño! ¡Así se ríe el mundo
ante el nombre sagrado y dulce de la diosa!

III

¡Si el tiempo retornara, el tiempo ya cumplido!
—¡El Hombre está acabado! ¡Ha jugado sus bazas!
Y un día, ya cansado de romper sus imágenes,
Él resucitará, libre de tantos dioses;
porque viene del cielo, contemplará los cielos.
¡El ideal, eterno pensamiento invencible,
ese dios que se agita en su greda carnal,
subirá, subirá y arderá en su cabeza!
Y cuando lo sorprendas mirando al horizonte,
impugnador de yugos, libre de sus temores,
vendrás a concederle la Santa Redención.
—Espléndido, radiante, del centro de las ondas,
apareces, vertiendo sobre el vasto Universo
el Amor infinito en risa interminable.

¡El Mundo vibrará como una inmensa lira
estremecido en un beso desmesurado!

Sed de amor tiene el Mundo. Y tú la aplacarás.

IV

¡Oh fulgor de la carne! ¡Ideal esplendoroso!
Reverdecer de amor, aurora incandescente,
en que, postrados los Dioses y los Hombres,
Calipigia la blanca y Eros el diminuto,
rozarán, bajo el palio de nieve de las rosas,
a mujeres y flores abiertas a sus pies.
¡Oh Ariadna de grandeza, que derramas tus lágrimas
por las playas y ves huir en lejanía,
blanca bajo la luz, la barca de Teseo!,
¡oh dulce virgen niña que una noche violó…!
¡Calla! En su carro de oro, orlado de uvas negras,
Lisos asoma ya por los campos de Frigia,
panteras lujuriosas y tigres le conducen,
enrojeciendo musgos sobre ríos azules.
Zeus-Toro, en su lomo, como a una niña acuna
a la desnuda Europa, que anuda su albo brazo
en el cuello del dios, que la ola estremece.
Él vuelve lentamente sus ojos hacia ella,
que abandona su pálida mejilla en flor a Zeus.
Ella cierra los ojos y se extingue en un beso,
y la espuma del agua florece sus cabellos.
—Entre la adelfa roja y el loto decidor,
con amor se desliza el gran Cisne que sueña
y con sus blancas alas a Leda va cubriendo.
Y luego Cipris pasa, extrañamente hermosa,
cimbreando la curva rotunda de su grupa.
Exhibe, con orgullo, sus grandes pechos de oro
y su nevado vientre que un negro musgo adorna.
—Heracles Domador que, como un gran trofeo,
ciñe su fuerte cuerpo con la piel de un león,
frente terrible y suave, vigila el horizonte.

Bajo una luna cálida, levemente alumbrada,
en pie y desnuda sueña, en lividez dorada,
que tiñe la cascada de su azul cabellera
en la sombría luz donde destella el musgo,
la Dríada, que mira al cielo silencioso.
Y la blanca Selene, deja flotar su velo
temeroso a los pies del hermoso Endimión
y en un pálido rayo un beso le dirige.
—Sola, llora la Fuente en un éxtasis lento,
es la ninfa que sueña acodada en su ánfora,
con un pálido joven que en su onda apresó.

Una brisa de amor atravesó la noche
y en los sagrados bosques y en los temibles árboles,
en pie y majestuosos, los Mármoles sombríos,
Dioses en cuya cima hizo nido el Pinzón,
¡Escuchan a los Hombres y a todo el Universo!

ARTHUR RIMBAUD








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