Rosario Castellanos: “Otra vez Sor Juana” | MÁS LITERATURA

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En la historia de México hay tres figuras en las que encarnan, hasta sus últimos extremos, diversas posibilidades de la femineidad. Cada una de ellas representa un símbolo, ejerce una vasta y profunda influencia en sectores muy amplios de la nación y suscita reacciones apasionadas tanto de adhesión como de rechazo. Estas figuras son la Virgen de Guadalupe, la Malinche y Sor Juana.

En la Virgen de Guadalupe parecen concentrarse únicamente elementos positivos. Es, a pesar de su aparente fragilidad, la sustentadora de la vida, la que protege contra los peligros, la que ampara en las penas, la que preside los acontecimientos fastos, la que hace lícitas las alegrías, la que salva, en fin, el cuerpo de las enfermedades y el alma de las asechanzas del demonio. ¿Cómo no quererla, reverenciarla, convertirla en el núcleo más entrañable de nuestra vida afectiva? Esto es precisamente lo que hacen los mexicanos, y llegan hasta el punto de desligar sus creencias religiosas de la personalidad de la Virgen de Guadalupe para salvaguardarla en caso de que esas creencias entren en conflicto con otras o sufran una crisis, o ante ciertas presiones circunstanciales tengan que ser ocultadas. Es clásico el caso de nuestros ateos a los cuales no se les presenta ningún obstáculo de conciencia para hacer su peregrinación anual a la Villa.

El caso de la Malinche podría considerarse como el diametralmente opuesto. Encarna la sexualidad en lo que tiene de más irracional, de más irreductible a las leyes morales, de más indiferente a los valores de la cultura. Como de todas maneras la sexualidad es una fuerza dinámica que se proyecta hasta el exterior y se manifiesta en actos, aquí tenemos a la Malinche convertida en uno de los personajes claves de nuestra historia. Traidora la llaman unos, fundadora de la nacionalidad otros, según la perspectiva desde la cual se coloquen para juzgarla. Como no ha muerto, como todavía aúlla por las noches, lamentando sus hijos perdidos, por los rincones más escondidos de nuestro país; como aún hace sus apariciones anuales, disfrazada de gigante, en fiestas de indios, sigue ejerciendo su fascinación de hembra, de seductora de hombres. Ante ella la conciencia permanece alerta, vigilante y tiene que calificarla y entenderla para no sucumbir ante su fuerza que, como la de Anteo, se revivifica siempre que entra de nuevo en contacto con la tierra.

Las actitudes ante la Virgen de Guadalupe o ante la Malinche son claras porque sus figuras también lo son. La primera, mujer que sublima su condición en la maternidad. La segunda, mujer de raíz, indiferente a la forma de su crecimiento, desinteresada del fruto. ¿Pero Sor Juana? El enigma inicial que nos propone no es el de su genio (lo cual ya bastaría para desvelar a muchos doctores), sino el de su femineidad. Habla de ella, en diferentes pasajes de su obra, no como de un hecho consumado y asumido, sino como de una hipótesis que tal vez no se puede comprobar. Dice, por ejemplo, en un romance:

Yo no entiendo de esas cosas;
Sólo sé que aquí me vine
Porque, si es que soy mujer,
Ninguno lo verifique.

Confesión tan explícita, propósito tan evidente, constituyen la piedra de escándalo para los admiradores de Sor Juana. O pasan ante ella sin verla y prefieren hacer caso omiso de un testimonio que, en el último de los casos, tiene el valor de ser de primera mano y prefieren seguir construyéndola a su gusto. Damisela frívola de la corte virreinal, pájaro que se deja aprisionar en las redes de un amor imposible del cual no puede escaparse sino pidiendo asilo a los sagrados muros de un convento. Allí encuentra el consuelo de la soledad y desahoga su nostalgia en sonetos y otras menudencias. Como todos los elegidos de los dioses, Sor Juana muere joven y colorín colorado, el cuento se ha acabado.

Hay un párrafo de Sor Juana, en su Respuesta a Sor Filotea, que es una especie de autobiografía, en el que habla de las múltiples dudas que la asaltaron antes de tomar el velo. Conocía de sobra su carácter, su preferencia por el aislamiento, las dificultades con que iba a someterse a la disciplina de una vida comunitaria. Que a la postre elige porque el otro término de la alternativa es únicamente el matrimonio, por el cual sentía una invencible repugnancia.

Este párrafo no ha impedido que muchos exalten su vocación monástica, encuentren irreprochable su obediencia a las órdenes de las diversas superioras que padeció, excesivo su celo en el cumplimiento de sus votos y sus renunciaciones últimas y su caridad con sus hermanas sufrientes, nada menos que santas. Por todo lo cual no ha faltado quien, llevando a sus últimos extremos la admiración, haya reclamado a las autoridades competentes que se la canonice. Como es natural, la causa no ha progresado. La Iglesia se asienta sobre la roca de los siglos y recurre a procedimientos muy minuciosos para elevar a alguien a sus altares.

Pero las actitudes que hemos descrito antes son, en última instancia, ingenuas y por lo mismo inofensivas. Hay otra que se reviste de un gran aparato científico y que coloca bajo su microscopio a un insecto curioso para clasificarlo.

¿Por qué curioso? No porque hubiera optado por el convento, hecho muy común en su época y en la Nueva España. No porque escribiera versos más o menos graciosos, porque ya es un lugar común el que dice que en esta metrópoli recién estrenada abundaban más los poetas que el estiércol. (Con ser el estiércol muy abundante.) No, sino porque escribiera esos versos siendo mujer. Porque tuviera una vocación intelectual siendo mujer. Porque, a pesar de todas las resistencias y los obstáculos del medio, ejerciera esa vocación y la transformara en obra. Una obra que causó el pasmo y la admiración de sus contemporáneos, pero no por sus calidades intrínsecas sino porque saliera de manos cuyo empleo natural debería de haber sido la culinaria o el bordado. Una obra sobre la que cayó el olvido y el desprecio de los siglos y que ahora vuelve a surgir a la luz gracias a las investigaciones de los eruditos, entre los cuales no se puede negar la primacía al padre Alfonso Méndez Plancarte.

Bien, Sor Juana vuelve a la actualidad y no sólo como autora sino como persona. Allí la tenemos diseccionada con los instrumentos del sicoanálisis gracias a la curiosidad germánica (y como germánica, concienzuda y grave) de Ludwig Pfandl.

Su diagnóstico no la favorece mucho. Más que eso es un catálogo de todos los complejos, traumas y frustraciones de que puede ser víctima un ser humano. Naturalmente en su relación con su familia hay todas esas ambivalencias que se explican gracias al comodín de Edipo. Naturalmente por su belleza, por su talento, era narcisista. ¿Confiesa su ansia de saber? Es neurótica. ¿Usa un símbolo? Es fálico. ¿Es efusiva con alguien? ¡Cuidado! O hay un afecto equívoco o hay un deseo inconsciente de matar. Y en cuanto a sus últimas decisiones no están dictadas sino por la menopausia.

Un libro así concebido indigna, no por su parcialidad, sino porque tales criterios han sido superados por otros más amplios. ¿No sería más justo pensar que Sor Juana, como cualquier ser humano, tuvo una columna vertebral, que era su vocación, y que escogió entre todas las formas de vida a su alcance aquella en que contaba con más probabilidades de realizarla?

"Otra vez Sor Juana" es un ensayo de Rosario Castellanos que se encuentra en su libro Juicios Sumarios I.
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