Edgar Allan Poe: “Instinto contra razón” | MÁS LITERATURA

 

Edgar Allan Poe Cuentos


INSTINTO CONTRA RAZÓN

La línea que separa el instinto de las bestias de la orgullosa razón del hombre tiene, sin lugar a dudas, un carácter sumamente impreciso y discutible, y es una línea fronteriza mucho más difícil de trazar que la del nordeste o el Oregón. Es posible que jamás se resuelva el interrogante de si los animales inferiores razonan o no pero, desde luego, no se logrará nunca con nuestros conocimientos actuales. Mientras el hombre, con su amor propio y su soberbia, se empeñe en negarles a las bestias la capacidad de razonamiento, pues reconocerla parece mermar la tan cacareada supremacía humana, se verá perpetuamente encerrado en la paradoja de rebajar el instinto a una facultad inferior a la vez que se ve obligado a admitir la infinita superioridad de esta, en millares de casos, frente a la razón, que reclama como algo exclusivo de sí mismo. Lejos de ser una razón inferior, el instinto tal vez sea el intelecto más riguroso de todos. Al verdadero filósofo le parecerá que se trata de la mente divina misma actuando directamente sobre sus criaturas.

Los hábitos de la hormiga león, de muchas especies de arañas y del castor presentan una prodigiosa analogía, o semejanza, con los procesos habituales de la razón humana —aunque el instinto de otros seres no presenta tal analogía— que únicamente puede atribuirse al espíritu de la Deidad misma, que actúa directamente, y no a través de ningún órgano corporal, sobre la voluntad del animal. De esta elevada clase de instinto ofrece el coral un ejemplo extraordinario. Este animalito, arquitecto de continentes, no solo es capaz de construir murallas para protegerse del mar con un fin preciso y un ordenamiento y adaptación científicos de los cuales el más diestro de los ingenieros podría extraer un magnífico saber, sino que está dotado de algo que no posee la humanidad: el espíritu absoluto de la profecía. Preverá, con meses de antelación, los inevitables accidentes que sufrirá su morada y, con la ayuda de miríadas de hermanos actuando como con una sola mente (y en realidad actúan con una sola mente, la del Creador), trabajará diligentemente para contrarrestar las influencias que solo existen en el futuro. También el inmenso portento de las celdillas de un panal se presta a una profunda reflexión. Pidámosle a un matemático que resuelva el problema de calcular la mejor forma posible de la celdilla tal y como la necesita la abeja, con los dos requisitos de resistencia y espacio, y se verá inmerso en las cuestiones más elevadas y abstrusas de la investigación analítica. Pidámosle que nos diga qué número de lados proporcionará el mayor espacio posible a las celdillas, con la máxima solidez, y que defina, con el mismo objetivo, el ángulo exacto de inclinación de la cubierta… y para responder esta cuestión tendrá que ser un Newton o un Laplace. Sin embargo, desde que las abejas existen, han estado resolviendo este problema continuamente. La principal diferencia entre instinto y razón parece ser que, en tanto que la una es infinitamente más exacta, más segura y más previsora en su esfera de acción, la esfera de acción del otro tiene un alcance mucho mayor. Pero estamos predicando un sermón cuando en realidad solo queríamos contar una pequeña historia sobre una gata.

El autor de este artículo es dueño de uno de los gatos negros más extraordinarios del mundo, y esto es mucho decir, porque hay que recordar que todos los gatos negros son brujos. La que nos ocupa no tiene ni un solo pelo blanco, y su conducta es reservada y escrupulosa. A la parte de la cocina que más frecuenta solamente se puede acceder por una puerta, que se cierra con lo que se denomina un pestillo de palanca. Estos pestillos son de manufactura tosca, y siempre se requieren cierta fuerza y destreza para bajarlos. Pero la gatita ha adoptado la costumbre cotidiana de abrir la puerta, algo que consigue de la siguiente manera. Primero da un salto desde el suelo hasta la guarda del pestillo (que se parece a la guarda del gatillo de un revólver) y, por ahí, mete la pata izquierda para agarrarla. Después, con la zarpa derecha aprieta el pasador hasta que este cede, aunque a veces necesita varios intentos para llegar a este punto. Sin embargo, una vez bajado el pasador, parece darse cuenta de que solo ha llevado a cabo la mitad de su tarea, porque, si no se abre la puerta de un empujón antes de que lo suelte, el pasador vuelve a caer en su soporte. Por consiguiente, el animalito se retuerce hasta que las patas traseras quedan justo debajo del pestillo, luego salta con todas sus fuerzas contra la puerta, que con el impulso del brinco se abre de golpe, y sujeta con las patas traseras el pestillo hasta que el impulso no da más de sí.

Hemos presenciado esta singular proeza al menos cien veces, y nunca ha dejado de sorprendernos la verdad con la que hemos comenzado este artículo: que la frontera entre instinto y razón es muy imprecisa. Para llevar a cabo estas acciones, la gata negra debió de emplear todas las facultades de percepción y reflexión que nosotros solemos suponer que son cualidades prescriptivas y exclusivas de la razón.

EDGAR ALLAN POE


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