Julio Cortázar: “Encuentros a deshora” | MÁS LITERATURA

 

Julio Cortázar Cuentos


ENCUENTROS A DESHORA

JULIO CORTÁZAR

El tiempo de un escritor: diacronía que basta por sí misma para desajustar toda sumisión al tiempo de la ciudad. Tiempo de más adentro o de más abajo: encuentros en el pasado, citas del futuro con el presente, sondas verbales que penetran simultáneamente el antes y el ahora y los anulan. Cuando fui también un tal Morelli y lo dejé hablar en un libro, no podía saber que hoy, años después, una lectura imperdonablemente aplazada me lo devolvería desde el siglo diecinueve con el nombre de Ignaz-Paul-Vitalis Troxler, filósofo. El juego ha sido sutil: alguien que escribió en Alemania hace siglo y medio esperaba en mi futuro mientras yo en un presente de mediados del siglo veinte inventaba en París a un pensador italiano. Y esta tarde, entre dos arreglos de una manguera que se suelta de la canilla con una obstinación sardónica, conocí a Troxler a través de Albert Béguin, leí una frase suya que me devolvió a un mí mismo de hace cinco o seis años: Hay otro mundo, pero se encuentra en éste; para que alcance su perfección es preciso que se lo reconozca distintamente y que se adhiera a él. El hombre debe buscar su estado venidero en el presente, y el cielo en sí mismo y no por encima de la tierra.

Como la manguera se rompió otra vez al caer la noche y mi mujer no cree en los juegos de agua de la Villa dEste cuando necesita ese útil líquido en un solo chorro para activar el metabolismo del césped, tuve una sesión de alicates, alambres y gutapercha que me dejó pensar a gusto en la crítica literaria, en cómo suelen atribuirse influencias inexistentes a poetas que quizá nunca conocieron a un Troxler que luego les adjudicarían con gran despliegue de fichas, apud, ibid., passim y cf. Cualquiera podría haber acusado a Morelli de plagiar o poco menos buena parte del sistema metafísico de Troxler; yo mismo, esta tarde, y eso que la manguera me perturbaba bastante, me enojé con el viejo Morelli, porque en realidad no hay derecho de ignorar hasta ese punto a un gran visionario de la Alemania romántica. A lo mejor por eso, y porque mi sentimiento del tiempo (¡te pesqué! ¡Influencia clavada de Ungaretti!) se había ampliado después de ese encuentro tricrónico en un valle provenzal, me acordé de Mrs. Lunt y me dieron ganas de hablar de otros juegos del tiempo que nos esperan en los relojes de papel y tinta.

Me gustan los cuentos fantásticos de Sir Hugh Walpole, y cuando encontré Mrs. Lunt me faltó tiempo para servirme un trago de whisky y encender un cigarro, operaciones sin las cuales un cuento ingles suele ser desaprovechado. En la tercera página conocí a Robert Lunt, y a pesar de la curiosa atmósfera que lo envolvía, no me llamó especialmente la atención. En la quinta página entró Mrs. Lunt; pensé con algún desagrado en una persona viviente que coincidía con su descripción y que había conocido hace muchos años en un pueblo bonaerense. Sólo al final del cuento comprendí dos cosas que me dieron miedo: que también Robert Lunt coincidía con alguien conocido, y que no solamente hubiera debido advertirlo en mi primer contacto con él, sino que las dos personas en quienes había pensado tenían en la vida real la misma relación que los Lunt en el cuento.

Por unos pocos segundos entré en ese hueco frío de los encuentros en las encrucijadas con luna. Releyendo el relato de Walpole (pero ahora yo era otro lector, crítico y alerta) me asombró no haber advertido de entrada esa semejanza casi molesta por basarse en peculiaridades físicas inconfundibles de Robert Lunt con la persona en cuestión. Mucho menos característico era el retrato que se hacía de Mrs. Lunt, y sin embargo al llegar a su retrato, y sólo entonces, yo había relacionado a ese personaje con un ser viviente; luego, más allá de todo lo razonable, había seguido leyendo sin advertir hasta el final que la segunda coincidencia remitía inevitablemente a la primera, puesto que además de su parecido las dos personas vivientes evocadas en mi recuerdo tenían entre ellas la misma relación que los dos personajes del relato.

El tiempo, en su versión más uncanny, jugó aquí en muchos tableros. Creo demostrable que Sir Hugh Walpole no visitó nunca la ciudad de Chivilcoy en la provincia de Buenos Aires, y que no pudo conocer a las personas que para mí reflejaban sus personajes; complementariamente, el relato fue escrito antes de que esas dos personas trabaran relación, y el diabólico drama que narra no se repitió en sus vidas. Pero entonces se entra como en otro tablero u otra ordenadora donde convergen esas imágenes simétricas: en la zona innominable de las peores pesadillas la realidad doméstica yo sé que el drama se ha cumplido o va a cumplirse. Sus personajes vivientes lo ignoran, en todo caso uno de ellos, pero lo que Walpole contó de los Lunt se ha dado o se está dando en el dominio inasible de las posesiones diabólicas y de las servidumbres de la víctima al vampiro, y algo en mí lo sabe y no puede impedirlo. Por indicios de ese orden, que no pueden llevarse a la palabra sin suscitar sospecha de locura, decidí hace años no ver más a esas dos personas con las que había tenido un trato muy estrecho. Y hoy vengo a encontrar una historia escrita antes de todo eso, donde alguien que no podía conocer a mis amigos de entonces los describe como si los viera y los precipita a la horrible suerte que yo había prefigurado en otro plano y que me apartó de ellos con la desesperación del que no puede hacer nada, precisamente porque nada va a pasar en el nivel donde sería posible hacer algo.


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