Marguerite Yourcenar sobre Mishima | MÁS LITERATURA

 

Marguerite Yourcenar Mishima


Siempre es difícil juzgar a un escritor contemporáneo: carecemos de perspectiva. Y aún es más difícil juzgarlo si pertenece a su civilización que no es la nuestra y con lo cual entran en juego el atractivo del exotismo y la desconfianza ante el exotismo. Esas posibilidades de equívoco aumentan cuando, como ocurre con Yukio Mishima, el escritor ha absorbido ávidamente los elementos de su propia cultura y los de Occidente; y, en consecuencia, lo que para nosotros es normal y lo que para nosotros es extraño se mezclan en cada obra en unas proporciones diferentes y con unos efectos y unos aciertos muy diversos. No obstante, es esa mezcla lo que hace de él, en muchas de sus obras, un auténtico representante de un Japón también violentamente occidentalizado, pero marcado a pesar de todo por algunas características inmutables. En el caso de Mishima, la forma en que las partículas tradicionalmente japonesas han ascendido a la superficie y han estallado con su muerte, le convierte, en cambio, en el testigo y, en el sentido etimológico del término, en el mártir del Japón heroico al que él había llegado, por así decirlo, a contracorriente.

Pero la dificultad aún crece más —sean cuales sean el país y la civilización de que se trate— cuando la vida del escritor ha sido tan variada, rica, impetuosa y a veces tan sabiamente calculada como su obra, que tanto en la una como en la otra advertimos los mismos fallos, las mismas marrullerías y las mismas taras, pero también las mismas virtudes y, finalmente, la misma grandeza. Inevitablemente se establece un equilibrio inestable entre el interés que sentimos por el hombre y el que sentimos por su obra. Ya se acabó el tiempo en que se podía saborear Hamlet sin preocuparse mucho de Shakespeare: la burda curiosidad por la anécdota biográfica es un rasgo de nuestra época, decuplicado por los métodos de una prensa y de unos media que se dirigen a un público que cada vez sabe leer menos. Todos tendemos a tener en cuenta, no solamente al escritor, que, por definición, se expresa en sus libros, sino también al individuo, siempre forzosamente difuso, contradictorio y cambiante, oculto aquí y visible allá, y, finalmente —quizás sobre todo— al personaje, esa sombra o ese reflejo que el propio individuo (y éste es el caso de Mishima) contribuye a proyectar a veces, por defensa o por bravata, pero más allá o más acá de los cuales el hombre real ha vivido y ha muerto en ese secreto impenetrable que es el de cualquier vida.

Hay ahí muchas posibilidades de errores de interpretación. Hagamos caso omiso de ellas, pero recordemos siempre que la realidad central hay que buscarla en la obra: en ella es donde el escritor ha preferido escribir, o se ha visto forzado a escribir, lo que al fin y al cabo importa. Y, sin duda alguna, la muerte tan premeditada de Mishima es una de sus obras. Sin embargo, una película como Patriotismo, un relato como la descripción del suicidio de Isao en Caballos desbocados, proyectan su luz sobre el final del escritor y lo explican en parte, mientras que la muerte del autor a lo sumo autentifica las obras sin explicarlas.

Es indudable que algunas anécdotas de infancia y de juventud, al parecer reveladoras, merecen ser retenidas en un breve sumario de esta vida, pero esos episodios traumatizantes nos llegan en su mayor parte a través de Confesiones de una máscara y se encuentran también, diseminadas con formas diferentes, en unas obras novelescas más tardías, elevadas al rango de obsesiones o de puntos de partida de una obsesión inversa, definitivamente instaladas en ese poderoso plexo que rige todas nuestras emociones y todos nuestros actos. Interesa ver cómo esos fantasmas crecen y decrecen en la mente de un hombre igual que las fases de la luna en el cielo. Y es indudable que algunos relatos contemporáneos más o menos anecdóticos, algunos juicios emitidos en vivo, como una instantánea imprevista, sirven a veces para completar, para verificar o contradecir el autorretrato que el propio Mishima ha hecho de esos incidentes o de esos momentos-choque. Sólo a través del escritor podemos oír sus vibraciones profundas, como cada uno de nosotros oye desde dentro su voz y el rumor de su sangre.

Lo más extraño es que muchas de esas crisis emocionales del niño o del adolescente Mishima nacen de una imagen sacada de un libro o de una película occidental a los que el joven japonés, nacido en Tokyo en 1925, se abandonó. El muchachito que se deshace de una bella ilustración de su libro de estampas porque su criada le explica que se trata, no de un caballero, como él cree, sino de una mujer llamada Juana de Arco, experimenta el hecho como engaño que le ofende en su masculinidad pueril: lo interesante para nosotros es que fuese Juana la que le inspiró esa reacción, y no una de las numerosas heroínas del Kabuki disfrazada de hombre. En la famosa escena de eyaculación ante una fotografía del San Sebastián de Guido Reni, el excitante hallado en la pintura barroca italiana se comprende tanto mejor cuanto que el arte japonés, incluso en sus estampas eróticas, nunca conoció como el nuestro la glorificación del desnudo. Aquel cuerpo musculoso, pero en el límite de sus fuerzas, postrado en el abandono casi voluptuoso de la agonía, no lo habría dado ninguna imagen de un samurái entregado a la muerte: los héroes del Japón antiguo aman y mueren con su caparazón de seda y de acero.

Otros recuerdos-choque son, por el contrario, exclusivamente japoneses. Mishima no olvida el del bello «cosechador del suelo nocturno», eufemismo poético que quiere decir vendimiador, figura joven y robusta que desciende por la colina con el resplandor del sol poniente. «Esta imagen es la primera que me atormentará y la que me ha aterrado toda la vida». Y el autor de Confesiones de una máscara probablemente no se equivoca al unir el eufemismo mal explicado al niño con la noción de no sabemos qué Tierra a la vez peligrosa y divinizada. Pero cualquier niño europeo podría enamorarse de la misma manera de un sólido jardinero cuya actividad totalmente física y cuyas ropas, que permiten adivinar las formas del cuerpo, le alejan de una familia demasiado correcta y demasiado estirada. Tiene un sentido análogo, pero turbador como la embestida que describe, la escena del hundimiento de las verjas del jardín, un día de procesión, por los jóvenes portadores de palanquines cargados de divinidades shinto, bamboleadas de un lado a otro de la calle sobre aquellos hombros vigorosos; el niño, confinado en el orden o en el desorden familiar, siente por primera vez, atemorizado y aturdido, pasar sobre él el gran viento del exterior; todo lo que allí se sugiere continuará contando para él: la juventud y la fuerza humanas, las tradiciones percibidas hasta entonces como una rutina y que bruscamente adquieren vida; las divinidades que reaparecerán después con la forma del «Dios Salvaje» que se encarna en el Isao de Caballos desbocados y, más tarde, en El ángel podrido, hasta que la visión del gran vacío búdico lo borra todo.

Ya en su novela de principiante, La sed de amar, cuya protagonista es una joven medio loca de frustración sensual, la enamorada se arroja durante una procesión orgiástica y rústica sobre el torso desnudo de un joven jardinero y halla en ese contacto un momento de violenta felicidad. En Caballos desbocados ese recuerdo reaparece también, con mayor evidencia, aunque decantado, casi fantasmal, como esos crocos de otoño cuyas flores brotan abundantemente en primavera y reaparecen luego, inesperadas, menudas y perfectas, al final del otoño, en forma de muchachos que sacan y extienden con Isao unas carretadas de lirios sagrados en el recinto de un santuario, y que Honda, el mirón-vidente, contempla, como el propio Mishima, a través de una perspectiva de más de veinte años.

En ese tiempo, el autor había experimentado una vez en persona ese delirio de esfuerzo físico, de fatiga, de sudor, de enmarañamiento gozoso en una multitud, cuando decidió colocarse la faja frontal de los portadores de palanquines sagrados durante una procesión. Una fotografía nos lo muestra muy joven todavía, y por una vez sonriente, con el kimono de algodón abierto por el pecho, igual en todo a sus compañeros de carga. Sólo un joven sevillano de hace algunos años, en la época en que el turismo aún no había ganado por la mano a la fiebre religiosa, habría podido sentir la misma embriaguez enfrentando, en una de las blancas calles andaluzas, el paso de la Macarena con el de la Virgen de los Gitanos. De nuevo aparece la misma imagen orgiástica de Mishima, aunque esta vez descrita por un testigo, durante uno de los primeros grandes viajes del escritor, perplejo dos noches seguidas ante el magma humano del Carnaval de Río, y no decidiéndose hasta el tercer día a sumergirse en aquella muchedumbre enroscada y amasada por la danza. Pero aún es más importante el momento inicial de rechazo o de miedo vivido por Honda y Kioyaki, cuando huyen ante los gritos salvajes de los esgrimidores de kendo, que Isao y el propio Mishima lanzaron más tarde a pleno pulmón. En todos los casos, un repliegue o un temor que precede al abandono desordenado o a la disciplina exacerbada, que son una misma cosa.

Fragmento del ensayo Mishima o la visión del vacío, escrito por Marguerite Yourcenar.


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