MACARIO
JUAN RULFO
Estoy sentado junto a la
alcantarilla aguardando a que salgan las ranas. Anoche, mientras estábamos
cenando, comenzaron a armar el gran alboroto y no pararon de cantar hasta que
amaneció. Mi madrina también dice eso: que la gritería de las ranas le espantó
el sueño. Y ahora ella bien quisiera dormir. Por eso me mandó a que me sentara
aquí, junto a la alcantarilla, y me pusiera con una tabla en la mano para que cuanta
rana saliera a pegar de brincos afuera, la apalcuachara a tablazos… Las ranas son
verdes de todo a todo menos en la panza. Los sapos son negros. También los ojos
de mi madrina son negros. Las ranas son buenas para hacer de comer con ellas.
Los sapos no se comen; pero yo me los he comido también, aunque no se coman, y
saben igual que las ranas. Felipa es la que dice que es malo comer sapos.
Felipa tiene los ojos verdes como los ojos de los gatos. Ella es la que me da
de comer en la cocina cada vez que me toca comer. Ella no quiere que yo
perjudique a las ranas. Pero, a todo esto, es mi madrina la que me manda hacer
las cosas… Yo quiero más a Felipa que a mi madrina. Pero es mi madrina la que
saca el dinero de su bolsa para que Felipa compre todo lo de la comedera.
Felipa sólo se está en la cocina arreglando la comida de los tres. No hace otra
cosa desde que yo la conozco. Lo de lavar los trastes a mí me toca. Lo de
acarrear leña para prender el fogón también a mí me toca. Luego es mi madrina
la que nos reparte la comida. Después de comer ella, hace con sus manos dos
montoncitos, uno para Felipa y otro para mí. Pero a veces Felipa no tiene ganas
de comer y entonces son para mí los dos montoncitos. Por eso quiero yo a Felipa,
porque yo siempre tengo hambre y no me lleno nunca, ni aun comiéndome la comida
de ella. Aunque digan que uno se llena comiendo, yo sé bien que no me lleno por
más que coma todo lo que me den. Y Felipa también sabe eso…
Dicen en la calle que yo estoy
loco porque jamás se me acaba el hambre. Mi madrina ha oído que eso dicen. Yo
no lo he oído. Mi madrina no me deja salir solo a la calle. Cuando me saca a
dar la vuelta es para llevarme a la iglesia a oír misa. Allí me acomoda
cerquita de ella y me amarra las manos con las barbas de su rebozo. Yo no sé
por qué me amarrará mis manos; pero dice que porque dizque luego hago locuras.
Un día inventaron que yo andaba ahorcando a alguien; que le apreté el pescuezo
a una señora nada más por no más. Yo no me acuerdo. Pero, a todo esto, es mi
madrina la que dice lo que yo hago y ella nunca anda con mentiras. Cuando me
llama a comer, es para darme mi parte de comida, y no como otra gente que me
invitaba a comer con ellos y luego que me les acercaba, me apedreaban hasta
hacerme correr sin comida ni nada. No, mi madrina me trata bien. Por eso estoy
contento en su casa. Además, aquí vive Felipa, Felipa es muy buena conmigo. Por
eso la quiero… La leche de Felipa es dulce como las flores del obelisco. Yo he
bebido leche de chiva y también de puerca recién parida; pero no, no es igual
de buena que la leche de Felipa… Ahora ya hace mucho tiempo que no me da a
chupar de los bultos esos que ella tiene donde tenemos solamente las costillas,
y de donde le sale, sabiendo sacarla, una leche mejor que la que nos da mi
madrina en el almuerzo de los domingos… Felipa antes iba todas las noches al
cuarto donde yo duermo, y se arrimaba conmigo, acostándose encima de mí o
echándose a un ladito. Luego se las ajuareaba para que yo pudiera chupar de aquella
leche dulce y caliente que se dejaba venir en chorros por la lengua…
Muchas veces he comido flores de
obelisco para entretener el hambre. Y la leche de Felipa era de ese sabor, sólo
que a mí me gustaba más porque, al mismo tiempo que me pasaba los tragos,
Felipa me hacía cosquillas por todas partes. Luego sucedía que casi siempre se
quedaba dormida junto a mí, hasta la madrugada. Y eso me servía de mucho;
porque yo no me apuraba del frío ni de ningún miedo a condenarme en el infierno
si me moría yo solo allí, en alguna noche… A veces no le tengo tanto miedo al
infierno. Pero a veces sí. Luego me gusta darme mis buenos sustos con eso de
que me voy a ir al infierno cualquier día de éstos, por tener la cabeza tan
dura y por gustarme dar de cabezazos contra lo primero que encuentro. Pero
viene Felipa y me espanta mis miedos. Me hace cosquillas con sus manos como
ella sabe hacerlo y me ataja el miedo ese que tengo de morirme. Y por un ratito
hasta se me olvida… Felipa dice, cuando tiene ganas de estar conmigo, que ella
le contará al Señor todos mis pecados. Que irá al cielo muy pronto y platicará
con Él pidiéndole que me perdone toda la mucha maldad que me llena el cuerpo de
arriba abajo. Ella le dirá que me perdone, para que yo no me preocupe más. Por
eso se confiesa todos los días. No porque ella sea mala, sino porque yo estoy
repleto por dentro de demonios, y tiene que sacarme esos chamucos del cuerpo
confesándose por mí. Todos los días. Todas las tardes de todos los días. Por
toda la vida ella me hará ese favor. Eso dice Felipa. Por eso yo la quiero
tanto… Sin embargo, lo de tener la cabeza así de dura es la gran cosa. Uno da de
topes contra los pilares del corredor horas enteras y la cabeza no se hace
nada, aguanta sin quebrarse. Y uno da de topes contra el suelo; primero despacito,
después más recio y aquello suena como un tambor. Igual que el tambor que anda
con la chirimía, cuando viene la chirimía a la función del Señor. Y entonces uno
está en la iglesia, amarrado a la madrina, oyendo afuera el tum tum del tambor…
Y mi madrina dice que si en mi
cuarto hay chinches y cucarachas y alacranes es porque me voy a ir a arder en
el infierno si sigo con mis mañas de pegarle al suelo con mi cabeza. Pero lo
que yo quiero es oír el tambor. Eso es lo que ella debería saber. Oírlo, como
cuando uno está en la iglesia, esperando salir pronto a la calle para ver cómo
es que aquel tambor se oye de tan lejos, hasta lo hondo de la iglesia y por encima
de las condenaciones del señor cura…: «El camino de las cosas buenas está lleno
de luz. El camino de las cosas malas es oscuro.» Eso dice el señor cura… Yo me
levanto y salgo de mi cuarto cuando todavía está a oscuras. Barro la calle y me
meto otra vez en mi cuarto antes que me agarre la luz del día. En la calle
suceden cosas. Sobra quien lo descalabre a pedradas apenas lo ven a uno.
Llueven piedras grandes y filosas por todas partes. Y luego hay que remendar la
camisa y esperar muchos días a que se remienden las rajaduras de la cara o de
las rodillas. Y aguantar otra vez que le amarren a uno las manos, porque si no
ellas corren a arrancar la costra del remiendo y vuelve a salir el chorro de
sangre. Ora que la sangre también tiene buen sabor, aunque, eso sí, no se
parece al sabor de la leche de Felipa… Yo por eso, para que no me apedreen, me
vivo siempre metido en mi casa. En seguida que me dan de comer me encierro en
mi cuarto y atranco bien la puerta para que no den conmigo los pecados mirando
que aquello está a oscuras. Y ni siquiera prendo el ocote para ver por dónde se
me andan subiendo las cucarachas. Ahora me estoy quietecito. Me acuesto sobre
mis costales, y en cuanto siento alguna cucaracha caminar con sus patas
rasposas por mi pescuezo le doy un manotazo y la aplasto. Pero no prendo el
ocote. No vaya a suceder que me encuentren desprevenido los pecados por andar
con el ocote prendido buscando todas las cucarachas que se meten por debajo de
mi cobija… Las cucarachas truenan como saltapericos cuando uno las destripa.
Los grillos no sé si truenen. A los grillos nunca los mato. Felipa dice que los
grillos hacen ruido siempre, sin pararse ni a respirar, para que no se oigan
los gritos de las ánimas que están penando en el purgatorio. El día en que se
acaben los grillos, el mundo se llenará de los gritos de las ánimas santas y
todos echaremos a correr espantados por el susto. Además, a mí me gusta mucho
estarme con la oreja parada oyendo el ruido de los grillos. En mi cuarto hay
muchos. Tal vez haya más grillos que cucarachas aquí entre las arrugas de los
costales donde yo me acuesto. También hay alacranes. Cada rato se dejan caer
del techo y uno tiene que esperar sin resollar a que ellos hagan su recorrido
por encima de uno hasta llegar al suelo. Porque si algún brazo se mueve o
empiezan a temblarle a uno los huesos, se siente en seguida el ardor del
piquete. Eso duele. A Felipa le picó una vez uno en una nalga. Se puso a llorar
y a gritarle con gritos queditos a la Virgen Santísima para que no se le echara
a perder su nalga. Yo le unté saliva. Toda la noche me la pasé untándole saliva
y rezando con ella, y hubo un rato, cuando vi que no se aliviaba con mi
remedio, en que yo también le ayudé a llorar con mis ojos todo lo que puede… De
cualquier modo, yo estoy más a gusto en mi cuarto que si anduviera en la calle,
llamando la atención de los amantes de aporrear gente. Aquí nadie me hace nada.
Mi madrina no me regaña porque me vea comiéndome las flores de su obelisco, o
sus arrayanes, o sus granadas. Ella sabe lo entrado en ganas de comer que estoy
siempre. Ella sabe que no se me acaba el hambre. Que no me ajusta ninguna
comida para llenar mis tripas aunque ande a cada rato pellizcando aquí y allá
cosas de comer. Ella sabe que me como el garbanzo remojado que le doy a los
puercos gordos y el maíz seco que le doy a los puercos flacos. Así que ella
sabe con cuánta hambre ando desde que me amanece hasta que me anochece. Y
mientras encuentre de comer aquí en esta casa, aquí me estaré.
Porque yo creo que el día en que
deje de comer me voy a morir, y entonces me iré con toda seguridad derechito al
infierno. Y de allí ya no me sacará nadie, ni Felipa, aunque sea tan buena
conmigo, ni el escapulario que me regaló mi madrina y que traigo enredado en el
pescuezo… Ahora estoy junto a la alcantarilla esperando a que salgan las ranas.
Y no ha salido ninguna en todo este rato que llevo platicando. Si tardan más en
salir, puede suceder que me duerma, y luego ya no habrá modo de matarlas, y a
mi madrina no le llegará por ningún lado el sueño si las oye cantar, y se llenará
de coraje. Y entonces le pedirá, a alguno de toda la hilera de santos que tiene
en su cuarto, que mande a los diablos por mí, para que me lleven a rastras a la
condenación eterna, derechito, sin pasar ni siquiera por el purgatorio, y yo no
podré ver entonces ni a mi papá ni a mi mamá, que es allí donde están… Mejor
seguiré platicando… De lo que más ganas tengo es de volver a probar algunos
tragos de la leche de Felipa, aquella leche buena y dulce como la miel que le
sale por debajo a las flores del obelisco…