“One-woman show”: Un relato de Ray Bradbury | MÁS LITERATURA

 

Ray Bradbury One Woman Show


ONE-WOMAN SHOW

RAY BRADBURY

—¿Cómo es estar casado con una mujer que es todas las mujeres? —preguntó Levering.

—Agradable —respondió el señor Thomas.

—¡Lo dice como si le aburriera!

Thomas miró de reojo al crítico mientras servía el café.

—No he querido decir… Ellen es maravillosa, eso no lo niego.

—Anoche —dijo Levering—. Madre mía, menudo espectáculo. Dentro y fuera del escenario, dentro y fuera, una belleza ardorosa, rosas bañadas en alcohol llameante. Lirios de la mañana. Todo el teatro se echó hacia delante para atrapar el ramillete. Fue como si alguien hubiera abierto la puerta de un jardín en primavera.

—¿Va a tomar café? —preguntó el señor Thomas, el marido.

—Escuche. Un hombre, si tiene suerte, se vuelve completamente loco tres o cuatro veces en la vida. La música, un cuadro, una o dos mujeres pueden hacerle perder la cabeza. Yo soy crítico, es verdad, pero nunca me había sentido tan cautivado.

—Saldremos hacia el teatro dentro de media hora.

—¡Estupendo! ¿Va a buscarla todas las noches?

—Oh, sí. Estoy obligado a hacerlo. Ya verá por qué.

—He venido aquí antes porque quería conocer al marido de Ellen Thomas —dijo Levering—, el hombre más afortunado del mundo. ¿Esta es su rutina? ¿Espera en esta habitación de hotel todas las noches?

—A veces doy un paseo por Central Park, voy en metro al Greenwich o miro los escaparates de la Quinta Avenida.

—¿Con qué frecuencia va a ver la obra?

—Bueno, creo que hace más de un año que no veo a mi mujer sobre el escenario.

—¿Por petición suya?

—No, no.

—Bueno, quizá ya la ha visto demasiadas veces.

—No es por eso. —Thomas encendió un cigarrillo con la colilla del anterior.

—Bueno, ve a su mujer todos los días. He ahí la explicación. Es el único espectador, qué suerte la suya. No necesita ir al teatro. Anoche mismo le dije a Atterson: ¿Qué más puede pedir un hombre? Casado con una mujer con tanto talento que solo necesita una hora en el escenario para hacer desfilar toda una procesión de la feminidad: una prostituta francesa, una furcia inglesa, una costurera sueca, la reina María Estuardo, Juana de arco, Florence Nightingale, Maude Adams, la emperatriz de China. Creo que le odio.

El señor Thomas continuó sentado sin decir nada.

—El lado libidinoso —continuó Levering—, el lado lujurioso de todo hombre lo envidia, señor Thomas. ¿Ha sentido la tentación de extraviarse? No cambie de mujer, deje que sea su mujer la que cambie. ¡Presto! Ella es un candelabro con diez docenas de velas diferentes; las paredes de esta habitación deben teñirse de colores con sus personalidades. Un hombre podría calentarse las manos con un fuego como ese durante dos vidas. ¡Adiós, aburrimiento!

—Mi mujer se sentiría halagada si lo oyera.

—Bueno, pero ¿acaso no es eso lo que desean en el fondo todos los maridos de su mujer? Lo inesperado, lo milagroso. Nosotros tenemos que conformarnos con mucho menos de la mitad de eso. Nos casamos con mujeres con la esperanza de que sean caleidoscópicas, y terminamos con diamantes que solo tienen una cara. Oh, no se puede negar que brillan, pero ni siquiera la maravillosa Novena sinfonía de Beethoven nos acelera el pulso después de escucharla mil veces, ¿no cree?

—Ellen y yo hemos estado de gira —dijo el marido sacando el último cigarrillo del paquete y sirviéndose la quinta taza de café—. Llevamos así nueve años. Una vez al año nos tomamos un mes de vacaciones en Suiza. —Sonrió por primera vez y se recostó en el sillón—. Creo que debería entrevistarnos entonces, no ahora. Sería un mejor momento.

—Tonterías. Siempre hago las cosas mientras estoy bajo los efectos del hechizo. —Levering se levantó y se puso el abrigo. Sacudió la mano donde llevaba el reloj de muñeca—. Es casi la hora, ¿no?

—Oh, supongo que sí —dijo Thomas poniéndose en pie lentamente, suspirando.

—¡Anímese, hombre! ¡Va a buscar a Ellen Thomas!

—Ojalá me pudiera garantizar eso. —Thomas dio media vuelta y fue a por su sombrero. Regresó sonriendo ligeramente—. Bueno, ¿cómo estoy? ¿Parezco la montura adecuada para un diamante? ¿Soy el telón de fondo correcto para ella?

—Impasible, ese es el adjetivo que mejor lo define, impasible. Mármol y granito, hierro y acero. El contraste adecuado para algo tan evanescente como acercar una cerilla a un vaso en el que se ha pulverizado colonia.

—Habla usted muy bien.

—Sí, a veces dejo lo que estoy haciendo para escucharme. Algo absolutamente asombroso. —Levering le guiñó un ojo y le dio una palmada en el hombro—. ¿Quiere que alquilemos una carroza, nos pongamos nosotros en el sitio de los caballos y demos dos vueltas alrededor del parque a su mujer?

—Una bastaría. Solo una.

Salieron del hotel.

El taxi se detuvo delante del vestíbulo vacío del teatro.

—¡Hemos llegado pronto! —exclamó entusiasmado Levering—.

Entremos a ver el final.

—Oh, no.

—¿Cómo? ¿No quiere ver a su mujer?

—Le ruego que me disculpe.

—¡Vaya insulto! Hágalo por ella. ¡Entre en el teatro o lo tumbaré de un puñetazo!

—Por favor, no insista.

Levering lo agarró del brazo y echó a andar con determinación.

—Vamos a ocuparnos de esto. —Abrió una puerta de un empujón y entró a Thomas murmurando—: No haga ruido.

Los acomodadores se volvieron en la penumbra, pero reconocieron a Thomas y no intervinieron. Se quedaron quietos en la oscuridad. El escenario estaba iluminado por unos focos que arrojaban una brillante luz de color rosa, azul lavanda y un verde que era el de los árboles en primavera. Había seis columnas corintias dispuestas de un extremo al otro. El público observaba absorto y no se oía ni una respiración en la oscuridad.

—Suélteme, por favor —susurró Thomas.

—¡Chsss, un respeto, hombre, un respeto! —susurró a su vez Levering. La mujer que estaba en el escenario (¿o había varias mujeres?) salió de la oscuridad a la luz, regresó a la oscuridad y volvió a la luz. Era evidente que se trataba de la escena final. La orquesta tocaba muy bajo. La mujer, sola, cruzó el escenario desde el lado derecho bailando con sombras un vals dentro su propio sueño, en un torbellino de luces de cristal, prismas y destellos, las manos alzadas, el rostro radiante, Cenicienta en el baile, el gran remolino, el sueño del que nunca se quiere despertar. Un instante después apareció otra mujer bailando menos intensamente. No era Cenicienta, sino una dama de la alta sociedad que aceptaba la vida tal como era, un poco aburrida y triste; tenía el rostro blanco y huesudo, y rememoraba un episodio de su pasado mientras se movía con un hombre invisible a quien, a juzgar por la actitud de la dama, no conocía de nada. La música la llevó girando hasta otra columna, ¡donde también desapareció! Levering, sin despegar los ojos del escenario, se apoyó en la barrera de la zona destinada al público sin asiento. La música se aceleró y una tercera mujer surgió dando vueltas de detrás de la segunda columna; parecía más triste que las anteriores, resignada a la música, y las chispas decaían a medida que su propio esplendor se apagaba. Era una mujer de la ciudad, una mujer de la calle atrapada entre dos columnas y con una sonrisa grabada en los labios, que se apoyaba en el aire con los brazos abiertos y la boca húmeda y brillante. ¡También desapareció! ¡Surgieron una cuarta, una quinta y una sexta mujer! ¡La música explotó en un carrusel de luz! Una camarera de hotel, una tabernera y, por fin, en el fondo del escenario, apareció una anciana de pelo gris que se agitaba con brillantes oropeles en el pecho, sus ojos, dos carbones encendidos y en los que apenas había vida mientras caminaba con pasos medidos, arañando el aire con las manos y con los labios fruncidos, envuelta en un aura de muerte dulce, se daba la vuelta para mirar a través de los años, por encima del abismo, como si fuera una bestia vieja, débil y cansada erguida sobre las patas traseras, en el fin de su vida, pero seguía bailando porque no tenía otra cosa que hacer.

La obra no podía terminar así, con la muerte de la belleza. La anciana se quedó completamente inmóvil y su mirada cruzó todo el escenario para fijarse en la primera columna, de donde había surgido, hacía muchos años, la radiante doncella. Luego, con un grito silencioso, la anciana cerró los ojos y deseó con toda su fuerza de voluntad atravesar el escenario hasta aquella luminosa visión. Hizo un esfuerzo tan grande que nadie vio desaparecer a la anciana, y el escenario se quedó vacío durante unos cinco segundos. Pero entonces, con una explosión de luz, reapareció rejuvenecida. La doncella había renacido con la gracia de la primavera y del verano; no tocaba el mundo, sino que se deslizaba por él sobre un alud de flores y nieve, y la belleza giraba incesantemente mientras caía el telón.

Levering estaba desgarrado.

—¡Dios mío! —jadeó—. ¡Sé que es un disparate sentimentaloide, un alarde efectista, pero me cautiva! ¡Señor, qué mujer!

Se volvió para mirar a Thomas, que se aferraba a la barandilla de terciopelo y seguía mirando fijamente el escenario, donde apareció el haz de luz de un foco. Los aplausos tronaban en el teatro. Se levantó el telón. La gloriosa peonza, blanca e incansable, perpetua nieve cristalina invernal, seguía girando mientras el telón subía y bajaba, ya sin música, solo acompañada por el estruendo de los aplausos, que hacían girar aún más desenfrenadamente la figura invernal.

Las lágrimas surcaban las mejillas de Thomas. Contempló cómo el telón subía y bajaba sobre el destellante fantasma y brotaron más lágrimas en sus ojos. Levering lo tomó del brazo.

—¡Vamos, vamos!

El telón finalmente interrumpió el alboroto. El teatro se quedó a oscuras; los espectadores, turbados, enfilaron hacia las puertas sujetándose unos a otros. Levering y Thomas se dirigieron hacia la salida en silencio.

Esperaron fuera del teatro, junto a la entrada para los artistas. Dentro, en algún lugar del escenario vacío, sonó un timbre. El teatro estaba desierto y silencioso. Al oír el timbre, Thomas abrió la puerta y entró. Un minuto después volvió a salir a la oscuridad, delante de una mujer menuda que se apoyaba un poco en él para sostenerse en pie. La mujer llevaba un pañuelo oscuro ceñido alrededor de la cara y se cubría con un pesado abrigo, estaba pálida y se le veían unas arrugas de agotamiento en las mejillas y debajo de los ojos. No vio a Levering y estuvo a punto de tropezar con él.

—Cariño, este es el señor Levering, el crítico. ¿Lo recuerdas?

—¡Una actuación extraordinaria! —exclamó Levering—. ¡Maravillosa!

La mujer se apoyó en su marido, que le susurró:

—Un baño caliente, un masaje y después a dormir toda la noche. Te despertaré al mediodía.

La mujer miró a Levering sin carmín en los labios, sin maquillaje en la frente, en las mejillas ni en los párpados. Estaba temblando.

Después dijo algo que el crítico no oyó. Las palabras brotaban cansinamente de su boca y sus ojos parecían mirar la oscuridad a través de Levering. Estaba medio agazapada detrás de su marido y el crítico vio sus labios sin pintar y sus ojos sin maquillar, y su boca se movía y pronunciaba palabras. Cualquier otra noche, cualquier otra noche, cualquier otra noche más adelante, algún día, en otro momento, tal vez, pero esta noche no, esta noche no, en otro momento, más adelante. Levering tuvo que inclinarse para oírla en el callejón oscuro, cavernoso y desierto. ¿Cómo podía explicárselo? ¿Cómo? A él, que había sido tan paciente, tan amable de ir hasta allí para verla. Y entonces, como en un momento de inspiración que pilló desprevenido al crítico, la mujer agarró una excusa, un objeto, que le puso en las manos con el gesto turbado, casi pidiéndole perdón. Levering lo tomó y ella lo miró a los ojos.

Entonces atrajo su atención el taxi que los esperaba, con sus luces amarillas, sus cómodos asientos, su oscuridad itinerante y la promesa de despedida. Encorvada, con su ayuda, su marido se la llevó. Abandonaron al crítico y por fin se encontró encerrada en el coche, con el ronroneo del motor. Thomas se volvió y miró con gesto inquisitivo a Levering. Había unas diminutas arugas alrededor de los ojos y de la boca del marido.

El crítico inclinó la cabeza y saludó con la mano. Thomas entró en el taxi y cerró la puerta muy despacio. El coche se puso en marcha y se alejó con una lentitud exagerada. Dio la impresión de que tardaba cinco minutos en recorrer el tenebroso callejón, como una procesión.

El crítico se quedó delante de la puerta de los artistas y contempló el regalo que le había hecho la mujer, la excusa.

Era una toalla para la cara. Ni más ni menos. Una toalla.

Levering aún permaneció un rato en el callejón. Agitó la toalla un par de veces sin mirarla. Estaba mojada, más bien empapada. Se la acercó a la nariz y aspiró débilmente el olor que desprendía. Apestaba a sudor.

—Otra noche —dijo. Sí, se sentía capaz de volver diez docenas de noches para recibir el mismo regalo, la misma excusa—. Qué astuto el marido. No me avisó. Dejó que sucediera. En fin.

Dobló la toalla lo mejor que pudo y la llevó en la mano. Salió del callejón para parar un taxi y volver a casa.

—Oiga —le dijo al taxista durante el viaje—. ¿Qué haría usted si tuviera un jardín y no le permitieran cortar las flores?

El taxista pensó la respuesta mientras giraba en una esquina.

—¡Bueno, sería una faena! —respondió finalmente.

—Sí, tiene razón. Sería una faena.

Pero ya era tarde y el taxi se detuvo. Había llegado el momento de pagar, bajarse del taxi y entrar en silencio en el edificio de apartamentos con la toalla en la mano.

El señor Levering hizo todo eso.

 


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