De cómo funde una industria o el sarcófago de hule, un cuento de Leonora Carrington

 

Leonora Carrington


De cómo funde una industria o el sarcófago de hule

Leonora Carrington

 

CON PENA escogí el lugar para el pícnic. La ocasión era para mí solemne a causa de la distinción de mis invitados, el conocido noble de la altísima sociedad mexicana, lord Popocatépetl y su más antiguo amigo el vizconde Distrito Federal. Pensé profundamente en el lugar más aristocrático para gozar de la compañía de estos caballeros y dada la vulgaridad de los restaurantes a cuyas costosas comidas cualquiera puede asistir pagando, y la incomodidad del campo con su carácter abierto y proletario, decidí por fin invitarlos a un antiguo y hermoso cementerio cerca de las ruinas de la Torre Latinoamericana.

 

  Ya bien establecida la monarquía en México, el rey Chapultepec von Smith II (hijo de Atzapotzalco Guggenheim) pasó a la ley de prohibición definitiva de todo artículo parlante de naturaleza no animal (incluyendo radio, teléfono, televisión, walkie talkie, micrófonos, etc., etc.). Nuestra civilización ha avanzado rápidamente hacia una edad de oro cuyos agradables silencios hacen de cada calle un jardín, de cada casa un centro de pensamientos pacíficos, si no intelectuales.

 

  El pícnic en el centro de la metrópoli ya es una costumbre de la gente más distinguida de la sociedad. Juegos como ajedrez, serpientes y escaleras, ludo, son los pacíficos deportes nacionales. Dicen que en tiempos pasados hubo muchedumbre que, por gusto, mató toros. No se sabe ya exactamente cómo pusieron fin a la vida de estos hermosos animales, pero se supone que usaron choques eléctricos o tiros de armas de fuego, artefactos de uso común en aquellos tiempos oscuros y salvajes.

 

  Desde el edicto Rey Negro del norte, Nueva York I, la ley de Deselectrificación de las Américas pone en duda la manipulación exacta de estas poderosas fuerzas que hoy usamos solamente en nuestros rituales, en un vitro debent omnia fieri, quod sit forma ovi.

 

  Pero veo que me desvío de mi relato. Un día brumoso del mes de mayo me dirigí hacia el cementerio de San Jorge Luz y Fuerza en mi modesto trineo unimula con algunas cestas de alimentos delicados escogidos por sus calidades, golosos y nutritivos. No sólo las enchiladas noruegas enlatadas en el Japón, sino seis botellas de la rara y antigua bebida Indio, cocacola, embotellada de origen.

 

  El cementerio se veía algo misterioso en la penumbra matinal con sus apretadas tumbas, blancas donde las lava la lluvia y negras en sus sombras de los siglos. En medio de aquella tela de araña de estrechas avenidas hubo una pequeña taberna, la Gorda Golondrina, a donde acudieron los visitantes para tomar alguna copa reconfortante en esta pequeña ciudad de muertos. El uso antiguo de aquella taberna era como iglesia, es decir que en los tristes rituales al fin de la era cristiana se reunieron una cantidad de personas y escucharon discursos del sacerdote sin tomar bebida ni alimento, contemplando sólo a su (entonces) Dios, un pobre hombre horriblemente clavado a una construcción de madera, en aparente agonía. Es un interesante ejemplo psicológico de nuestros antepasados que adoraron una imagen tan siniestra.

 

  Buscando un lugar tranquilo para nuestro pícnic caminé lentamente hacia un lugar algo abierto donde dos hombres excavaban un agujero. Me dijeron que estaban escarbando los huesos de algún desconocido para hacer lugar a los restos de la distinguida doña Soberbia Rincón, recientemente muerta en sus estudios sobre las costumbres del subterráneo “Gobernación”, recientemente descubierto por los arqueólogos. Su tesis Oraciones del siglo veinte, obra suya ahora muy conocida, trata de los misteriosos descubrimientos en el nombrado Edificio de Gobernación.

 

  “Este cementerio”, me dijo el más alto de los hombres, “se usa exclusivamente para señoras”. Me pidieron que me acostara en aquel agujero para medir el tamaño. La tierra húmeda no era tan incómoda como se podría suponer; sentí sueño al acomodarme en la fosa de doña Soberbia Rincón, mientras que los hombres tomaron medidas con cuidadosa aplicación. Terminando el trabajo me ayudaron a salir del profundo orificio y despidiéndome de ellos reconocí a mis dos invitados en la bruma, lord Popocatépetl y vizconde Distrito Federal.

 

  Cargando la cesta fui al encuentro de mis distinguidos amigos y pronto encontramos un lugar tranquilo. Lord Popocatépetl me dio noticias de su reumatismo. “Desde el principio de este año”, me dijo, “la parte inferior de la columna vertebral sufre algunos espasmos debido a la humedad; he consultado al doctor Mago-Mayor que trató de asegurarme que estos dolores son de origen puramente psicológico. Me aconsejó pantalones forrados con piel de chango curada en pulque. No siento ningún alivio todavía”.

 

  “Quach”, respondió Distrito Federal, “el reumatismo se inicia por los trastornos del equinox, los fluidos grises retornan cargados de sefilococos”.

 

  “Hay collares contra el reumatismo de propiedades sumamente útiles”, dije yo; “hace poco que estoy probando los mejores de mi propia fabricación, cuestan solamente dos quesos fermentados, para ustedes precio de fábrica”.

 

  Mientras que charlábamos así se nos acercó un individuo vestido de blanco, dudó un momento hasta que me dirigió la palabra: “¿Señora Carrington?”.

 

  “Sí”, dije yo, algo sorprendida de que un desconocido me conociera. El individuo me entregó un paquete de unos noventa centímetros de largo por treinta de ancho. “Es el premio de la Lotería Nacional que nombramos El Flaco. Usted sacó este obsequio con el número XXXCCC. La felicito, señora Carrington”. Dándole las gracias abrí el papel con curiosidad. Mientras tanto aquella persona se alejó en las sombras emitiendo una pequeña risa de cenzontle que no me gustó.

 

  Pronto descubrimos que el paquete contenía un sarcófago de hule como para un niño muy chiquito.

 

  “La utilidad práctica de este premio carece de sentido”, dijo Distrito Federal, pero Popocatépetl lo examinó a través de su lorgnette: “Sirve de mesa para nuestro pícnic”. En efecto, era una buena idea aislar nuestra comida de la húmeda tierra del cementerio. Mientras comíamos sentíamos todos alguna inquietud por el extraño olor que más y más fuerte salía del diminuto sarcófago. Apenas acabamos la comida mis compañeros se disculparon y se fueron rápidamente dejándome con los restos de comida y el sarcófago de hule. Una profunda tristeza se apoderó de mí a pesar de ingerir una cantidad de esencia de jazmín por la nariz. Algún miedo me impidió abrir mi premio y quedé indecisa mirándolo largo tiempo. La angustia que sentí me pareció ajena, como si subiera de las viejas tumbas de aquel pueblo feroz y triste; una angustia que no era mía, algo que venía del lejano temeroso siglo XX.

 

  No sé cuánto tiempo pasé con estas sensaciones desagradables, cuando oí cerca la misma risita de cenzontle y mirando alrededor pude distinguir la blanca silueta del individuo que me había entregado el sarcófago de hule. Su cara estaba velada por la bruma, era imposible distinguir sus facciones, pero su voz se oyó como si tuviera sus labios junto a mi oreja, persuasiva, secreta: “Ábrelo, ¿qué esperas para abrirlo?”.

 

  Mis manos sin voluntad levantaron la tapa de hule con sus molduras de lirio para encontrar otro cofre de una sustancia muy antigua llamada entonces “plástico”; el proceso de esta sustancia ya ha desaparecido. Me hubiera gustado apartar mis manos de esta tarea, pero seguí la voz del individuo blanco, y con desteridad propia mis manos lograron abrir el cofre color de rosa. Aquí me quedé mirando con una mezcla de admiración y miedo. El cofre contenía un cadáver más o menos del tamaño de un cepillo de dientes. Aquel homúnculo tenía un enorme bigote que estaba maravillosamente conservado por un método conocido por los habitantes desaparecidos del Amazonas. Me di cuenta que aquel cuerpecillo había tenido en vida un tamaño distinto, más grande que el actual pero menor que la estatura de un hombre moderno. Una leyenda en el interior de la tapa llamó mi atención: “José Stalin. Ad. 1948. Recibido de regalo de su cumpleaños por la reina Isabel II de Inglaterra que mandó el mismo (como regalo de Navidad) a Dwight Eisenhower, USA, que lo mandó al museo nacional de México en conmemoración de su Santo Luz y Fuerza, canonizado en 1958 en El Vaticano. Quia Nobis Solis Artem per nos solo investigatam tradimus et non aliis”. ¿Aquel muñeco era contemporáneo del santo Rasputín, quizá algún noble de la corte del zar de Rusia? Excitada interpreté las letras antes del nombre de aquel Eisenhower. ¿Otro ruso quizá? Sin duda USA era correctamente traducido por Soberbia Rincón: “Unidos Se Amolamos”, como URSS igualmente quiso decir (según la misma autoridad). “Ustedes Regresarán Solos (a sus) Sepulcros”. Quizá una frase de la Iglesia católica o algo por el estilo. No pude leer bien la frase latina pero pensé que tenía referencia al hombrecito disecado. ¿Quién sabe si fue un enano cómico de la corte?

 

  Mientras estos pensamientos románticos me pasaron por la cabeza, el individuo vestido de blanco se acercó diciendo: “Hoy los iniciados saben que hubo tiempos oscuros sobre la tierra cuando el mundo estaba vacío de la presencia de los dioses. Los espíritus divinos se manifestaron sólo después del cataclismo cuyo nombre inmencionable sembró el horror sobre el planeta entero. Esta reliquia de aquellos años malditos tiene un valor medicinal. Empolverizado con unas gotas de aceite de caléndula con unas cuantas semillas de pavo oriental dan una pasta valiosa para aliviar los peores Casos de Depresión Núm. 20. Lo mismo será útil en ciertos ejercicios de levitación lenta. Ya sabemos que la medicina occidental tiene sus ramos de venenos útiles para curaciones de ciertos estados patológicos”.

 

  Con estas palabras arrancó uno de los pelos largos del bigote del homúnculo que puso delicadamente en mi boca: tenía sabor a sardina y me estremeció. Los farmacéuticos del siglo XX tenían extrañas costumbres para sus medicinas y me sentí inspirada como por una luz divina que susurró: “Así eran las aspirinas”, y me desmayé.

 

  Cuando regresé a mis sentidos normales el individuo vestido de blanco había ya desaparecido… Pero quedé con el homúnculo del zar en su sarcófago de hule.

 

  No será necesario decir que el cuerpecito sirvió para fundar la farmacia que actualmente domina toda la producción de la ciudad. Claro, hay falsificaciones, pero la verdadera “Apostalin” es una exportación principal del país para uso en casos de:

 

  Partos

 

  Tosferina

 

  Sífilis

 

  Gripa

 

  y algunas convulsiones.

 

  Sin ser precisamente rica gozo de un estado tranquilo, de toda clase de cosas necesarias para una vida agradable y distinguida.

 

  (Principios de los años sesenta)


Artículo Anterior Artículo Siguiente