Ingeborg Bachmann: "Una tienda de sueños" | MÁS LITERATURA

 

Ingeborg Bachmann


Una tienda de sueños

Ingeborg Bachmann

 

Por la tarde, yo era el último en salir; tenía que dar la llave al portero y, en la misma puerta, antes de emprender el camino de regreso a casa, debía repasar las tareas realizadas: recordar si había recogido todos los documentos y los había guardado en los cajones y si había anotado en los calendarios de mis jefes todas las citas y compromisos. Más de una vez, intranquilo, había vuelto atrás, para cerciorarme de que había hecho todo lo que me había sido encomendado.

 

  Siempre estaba cansado cuando me iba a casa, cansado como las calles en las que los vehículos y la gente se perdían entre el polvo; apenas oía los últimos ruidos, el viento que se levantaba en el parque, y los agudos chillidos de los pájaros que volaban a ras de los tejados, hacia el crepúsculo, buscando las colinas y los viñedos de las afueras de la ciudad.

 

  Yo tenía que cruzar el centro.

 

  En los escaparates se infiltraban sombras que ocultaban los objetos que en ellos se amontonaban, pero aquí y allá comenzaban a encenderse las luces de neón, aplastando contra las fachadas la oscuridad creciente. Su resplandor coloreado se derramaba por las aceras hacia la calzada y, desde lo alto de los tejados, los anuncios luminosos dialogaban con las estrellas, que escribían en el cielo su mensaje con un fulgor pálido que, poco a poco, se hacía más brillante y cercano.

 

  Un anochecer de verano me quedé delante de un escaparate, apenas consciente de haberme detenido, y, aunque unas blandas ráfagas de viento me instaban a seguir andando, permanecí abstraído en mi contemplación, que se orientaba más hacia dentro que hacia fuera.

 

  Envueltos en papel transparente, se mostraban a mis ojos paquetes pequeños y grandes, de formas diversas, atados con cintas que tremolaban tras el cristal, como movidas por la brisa. Aquello me llamó la atención y retrocedí hasta el bordillo, buscando con la mirada el nombre de la tienda, pero no pude descubrirlo; tampoco vi el nombre del dueño. Junto al escaparate, apoyado en el marco de la puerta, había un hombre, con una pipa apagada entre los dientes y los brazos cruzados. La chaqueta que llevaba tenía las mangas y las solapas raídas y descoloridas, como si hubieran estado expuestas a demasiada luz o a demasiada oscuridad. Debía de ser el dueño, un hombre al que la falta de interés de los transeúntes había hecho a su vez desinteresarse de su tienda, porque parecía tan ensimismado como si hiciera tiempo que tenía muchas horas libres para entregarse a sus pensamientos.

 

  Pensé que nada me impedía pedirle que me dejara entrar y me enseñara su mercancía, pese a recordar que llevaba encima poco dinero…, aunque, de haber llevado más, tampoco se me habría ocurrido comprar algo; por otra parte, no sabía qué se vendía en aquella tienda. No era mi intención hacer compras imprevistas, pues en aquel entonces ahorraba con ahínco la mayor parte de mis ingresos para ir a la montaña en invierno…, en realidad no era para ir a la montaña; eso era lo que decía a todos mis amigos. Yo ahorraba porque tendía al ahorro; trabajaba porque tendía al trabajo; no me concedía ningún gusto porque tendía a no concederme gustos, y hacía planes porque me parecía bien tener planes.

 

  Me quité el sombrero y me acerqué al vendedor.

 

  —Su escaparate está mal iluminado —censuré—. Me gustaría ver esas cosas con más luz.

 

  —¿Qué quiere ver con más luz? —me preguntó el hombre en voz baja pero burlona.

 

  Señalé vagamente uno de los objetos que había visto en el escaparate y, ya dominado por la curiosidad, me situé en el umbral, al lado del hombre, atisbando el interior de la tienda.

 

  El mal iluminado local estaba abarrotado de trastos. Detrás del mostrador, una cortina de gruesa tela separaba la tienda de los espacios adyacentes. El aire estaba saturado de polvo y de silencio; sólo un moscardón extraviado zumbaba en torno a la desnuda y tímida bombilla suspendida del techo.

 

  Surgían de una pared estanterías llenas de mercancías; no las distinguía con claridad, sólo las adivinaba, porque, aquí y allá, las puntas de una cinta se erguían sobre el envoltorio.

 

  Sentí en el hombro la mano del dueño, que me empujó al interior y cerró la puerta. Luego, el hombre fue hacia el interruptor de la luz y alargó el brazo. Yo seguía sus movimientos, intrigado y temeroso. ¿Qué se propondría hacer conmigo aquel individuo? Podía atacarme, robarme… Tan confuso me sentía que no acerté ni a correr hacia la puerta para escapar a la calle; me quedé pasmado, sintiendo cómo el corazón me palpitaba con fuerza en el pecho.

 

  —Si desea ver un sueño, he de dejar la tienda a oscuras —me explicó sosegadamente el hombre, que hizo girar el interruptor, se acercó a una ventana por la que entraba la luz de las farolas de la calle y corrió una cortina.

 

  Yo seguía inmóvil; ignoraba qué había querido decir él con aquello de «si desea ver un sueño…», pero antes de que pudiera abrir la boca para preguntar, los pequeños paquetes de las estanterías empezaron a iluminarse mostrando contenidos maravillosos en colores incomparables. La distancia que me separaba de los estantes se había desvanecido y cada rojo, cada plata, fulguraban ante mis ojos incomprensiblemente cerca, al alcance de la mano; altura, anchura y profundidad ya no significaban nada, y un calor suave me invadía haciéndome olvidar dónde me encontraba. Casi no respiraba, me parecía estar sumergido en un agua profunda que me mecía y en la que yo dormía, aun con los ojos abiertos.

 

  No recobré la consciencia hasta que, en uno de los sueños, reconocí a Anna. Estaba de pie en la cubierta de un gran barco blanco, tenía el cuerpo revestido de relucientes escamas y me tendía los brazos. Sobre los rizos de su cabello, que el viento agitaba, volaba en círculos un pájaro negro. Temiendo que el pájaro la atacara, me tapé el rostro con las manos y, rápidamente, busqué otro sueño. Unas esferas doradas caían al suelo y volvían a elevarse, caían y se elevaban sin que nadie las lanzara; era un juego maravilloso al que me habría gustado jugar. Pero me volví otra vez hacia Anna. Recordé que hacía mucho tiempo que no la veía y me pregunté qué estaría haciendo en aquel barco…, porque ella, al igual que yo, vivía en la ciudad, y si hacía tiempo que no nos veíamos no era por culpa mía. Y ahora, de repente, me tendía los brazos y quizá deseaba que la defendiera del pajarraco negro.

 

  Angustiado, me volví hacia el hombre.

 

  —Deseo llevarme este sueño —dije—, y quizá también este otro. ¡Encienda la luz!

 

  Con la luz eléctrica los paquetes se apagaron y quedaron otra vez descoloridos y polvorientos en los estantes. Me ardían los ojos, me pasé la mano por la frente húmeda y fui al mostrador. El vendedor sacó un lápiz del cajón y abrió el libro de cuentas. Pero, antes de que empezara a escribir, le sujeté la mano, temiendo no poder pagar lo que me pidiera.

 

  —Compraré un solo sueño —dije precipitadamente—. Me llevaré únicamente el sueño de Anna… —y enseguida rectifiqué—: …sólo el de la muchacha y el barco blanco.

 

  Con gesto pensativo, él anotaba cifras ilegibles en una hoja de papel que tenía junto al bloc, como si le costara calcular el precio.

 

  —Un mes —murmuró al fin, tachando sus cálculos con una raya firme.

 

  Yo me reí en su cara.

 

  Alisándose las solapas, el hombre explicó:

 

  —Hablo en serio. Quizá esperaba poder pagar con dinero, pero sepa usted que en ningún sitio se compran con dinero los sueños. Debe pagarlos con tiempo. Los sueños cuestan tiempo; algunos, mucho tiempo. Tenemos un sueño (puedo enseñárselo, si quiere) por el que pedimos una vida.

 

  —Muchas gracias —le interrumpí, porque empezaba a sentir vértigo—, me temo que no dispongo de tanto tiempo, no tengo tiempo siquiera para ese sueño pequeño que deseo comprar —me acerqué al hombre y lo miré con gesto suplicante—. Deseo ese sueño más de lo que pueda usted imaginar, le pagaría mucho por él, le daría incluso todos mis ahorros, pero mi trabajo es antes que mi tiempo, y los pocos días que este invierno tendré para mí quiero pasarlos en la montaña. De todos modos, aunque renunciara a las vacaciones, el tiempo no me alcanzaría para pagar un sueño tan caro.

 

  Sin una palabra, el vendedor arrojó el bloc al extremo de la mesa, fue a la puerta y me señaló la calle con ademán inequívoco. Me dispuse a marcharme, pero me sentía lleno de furor y coraje: estaba casi seguro de haber perdido el juicio y me reprochaba amargamente haber permanecido demasiado tiempo en aquella tienda de la que quizá ya no podría, no querría, salir.

 

  —Escuche —grité al hombre, que había dejado de mirarme y volvía a contemplar la calle con indiferencia—, he de pensarlo, lo pensaré y volveré mañana. ¡Guárdeme el sueño, no permita que otro se lo lleve!

 

  Antes de que pudiera darme cuenta de lo que hacía, corría ya acera abajo, hacia calles más oscuras.

 

  Llegué a casa tarde. Me dormí cuando la mañana arrojaba ya sobre mis ojos su primera luz mate, y al poco desperté, asustado, porque era tarde, quizás demasiado tarde para llegar al trabajo con puntualidad.

 

  El día me parecía interminable mientras andaba atareado de un lado a otro, trabajando deprisa, redoblando esfuerzos para atender debidamente a todo. Temía no estar ya en disposición de atender a nada ni a nadie, ni a los encargos que se me hacían, ni a mí mismo, ni tampoco ya a mi vigilia ni a mi descanso, por falta de un sueño que entrara en mí o en el que yo pudiera entrar.

 

  Aquella tarde caminé de un lado a otro por la ciudad. Los cierres metálicos de los escaparates bajaban con estrépito. Delante de cada tienda tenía un sobresalto, porque temía haber llegado, sin querer, a la que estaba buscando y rehuyendo a la vez.

 

  Otras muchas tardes sufrí el mismo tormento camino de mi casa, hasta que, un día, decidí poner fin a mis angustias. Volvería a la tienda a preguntar por el sueño y trataría de convencer al hombre de que rebajara el precio que yo no estaba dispuesto a pagar.

 

  O quizá sí lo pagara.

 

  Cuando avisté el edificio en el que sabía que estaba la tienda, ya desde lejos, distinguí un andamiaje que llegaba hasta el tejado. En la acera había baldes de cal y cubos de mortero, y donde antes estaba la oscura tiendecita, llena de paquetes, se veían ahora unas paredes limpias y desnudas. No habían dejado ni el escaparate.

 

  De la escalera saltó un obrero que se colocó frente a mí.

 

  Muy tranquilo, le pregunté adonde se había mudado el dueño de la tienda, pero él no lo sabía, ni siquiera sabía que allí hubiera habido un comercio. Dijo que seguramente me había equivocado de número.

 

  —No —respondí, distraído, dando media vuelta para marcharme—, No me he equivocado.

 

  Aquella noche dormí profundamente, libre de la trémula inquietud que me había perseguido, con una calma imperturbable. Dormí sin oír las sirenas que siempre me habían despertado; los pájaros alborotaban en vano frente a la ventana, y me quedé tranquilo incluso cuando abrí los ojos y descubrí que ya era por la tarde, que las horas azuleaban en su huida y que, en el cielo, la manecilla del sol señalaba ya el oeste.

 

  Estuve varias semanas postrado en la cama, con una enfermedad plácida y casi indolora; tenía mucho tiempo, tiempo sin dolor y sin sueños. El día en el que me sentí dispuesto a volver al trabajo, recibí de mi empresa la carta de despido. Me había tomado demasiado tiempo, y ahora se me regalaba mucho más. ¿Tiempo para qué?


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