Clarice Lispector: Una hipótesis del derecho a castigar | MÁS LITERATURA


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Al principio no existían derechos sino poderes. Desde que el hombre pudo vengar la ofensa que se le había infligido y comprobó que esa venganza lo satisfacía y atemorizaba al posible reincidente, sólo dejó de ejercer su fuerza ante una fuerza mayor. Sin embargo, como sucede muchas veces en el terreno biológico, la reacción —venganza— empezó a superar con creces a la acción —ofensiva— que la había provocado. Los débiles se unieron, y entonces empezó exactamente el plan, es decir, la introducción de lo consciente y del razonamiento en el mecanismo social, o mejor, ahí empezó la sociedad propiamente dicha. Los débiles unidos no dejan de ser una fuerza. Y los débiles, ladinos y sofistas, los primeros inteligentes de la historia de la humanidad, procuraron someter aquellas relaciones, hasta entonces naturales, biológicas y necesarias, al dominio del pensamiento. Surgió, como defensa, la idea de que, a pesar de no tener fuerza, tenían derechos. Nuevas nociones de Justicia, Caridad, Igualdad, Deber se fueron insinuando en aquel grupo primitivo, instituidas por los que las necesitaban, tan seguro como que las primeras medicinas fueron inventadas por los enfermos. Y en el espíritu del hombre se fue formando lo que correspondía a tal cambio: un superyó más o menos fuerte que en adelante regiría y fiscalizaría las relaciones del nuevo hombre con sus semejantes frente a la sociedad, que le impediría perpetrar actos considerados prohibidos por todos. A medida que estas nociones se fueron plasmando en el individuo y con el transcurrir de las generaciones, los medios de vida fueron extinguiendo cada vez más su posibilidad de usar la fuerza bruta en las relaciones entre los hombres. En la resolución de sus litigios ya no aparecía el fuerte y musculoso frente al menos poderoso por nacimiento y naturaleza. Igualados por las mismas condiciones, debilitada su agresividad animal por el nacimiento del superyó (hombre social), firmaron (sin ser conscientes de ese objetivo) una especie de tratado de paz: las leyes, por las cuales los intereses y las prohibiciones no serían violados recíprocamente, bajo garantía de un castigo por parte de la colectividad. Es el paso del castigo administrado por el ofendido al castigo que procede de toda una sociedad. Y eso se explica: si todos estuviesen en condiciones más o menos iguales sería difícil la defensa; para mantener la inviolabilidad de las leyes hicieron titular del derecho a toda la colectividad, un adversario fuerte.

El resto sigue naturalmente. A los más capaces, a los más fuertes, se les atribuye la vigilancia de las leyes, y constituyen el primer Estado, es decir, el organizador permanente de la estabilidad social. Ese nuevo órgano fortalecido por todos en el transcurso de los tiempos pasó a encarnar el poder, independientemente de la aquiescencia individual. Y ese órgano se concede a sí mismo, sin otro fundamento, el «derecho a castigar».

Fragmento del texto "Observaciones sobre el derecho a castigar", que se encuentra en el libro Donde se enseñará a ser feliz, de Clarice Lispector.

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